PROFETAS DEL DIOS EBRIO



Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces qué?
Borges.


Hospital Psiquiátrico
Es posible, incluso cierto, que el capitán Cubide muriera el 12 de marzo de 1994 de una infección pulmonar: le creció vegetación en los pulmones y una planta le afloró por la boca y le reventó por los ojos como una mirada. O quizá fue a bordo, en el mar de Argentina en 1982, cuando su galeón naufragó por los infortunios de La Guerra de los dos Demonios. O mucho antes, por la peste de las Antillas en el 74. O tal vez se perdió en El triángulo de Las Bermudas, como lo sugieren algunos náufragos. Pero la cuestión es que para los que conocemos la historia del capitán Cubide y el Místico Rubik, resulta digna de contar a manera de relato, como una forma de hablarle al olvido y quitarle lo que se está llevando.

       Baste decir que murió en el mar de Argentina. A bordo, como siempre lo quiso: con las manos en el timón y la vista en el horizonte, bañado por una luz que le penetraba la oscuridad de su barba, rodeado de gaviotas y lanzando obscenidades contra los tripulantes. Fue un hombre decidido desde el primer día que lo conocí en el bar de La Suiza balbuceando quimeras, hasta hoy que lo recuerdo. Siempre me dio la impresión que era más cuerdo cuando estaba en el mar, incluso, parecía más joven, sobre todo en la mirada, todo en él era gris, pero sus ojos reflejaban determinación. Tenía un caminar aparatoso pero firme, con algo de música; una expresión huraña; la cara huesuda y el talante decaído en el rostro.

     Una tarde después de aquel bar, lo encontré en el puerto. Allí estaba el Capitán de espalda al sol, reducido y desdibujado en sus propios contornos. Ese sería su último arribo a tierra firme. Nadie nunca más sabría de él en los seis puntos cardinales. Fue como si se hubiera evaporado entre los tablones seculares de su antiguo galeón. De él solo quedaron su historia y yo.

***
       La primera vez que vi al Místico Rubik nos preparábamos para zarpar rumbo a la Isla Misteriosa. Era un viaje obligado antes de soltar anclas en la costa del Horno en busca de las Antiguas Ruinas donde se hallaban los cráneos de cristal de los chitauri. Este lugar sagrado está oculto en el Bosque de la Ilusión. Allí piratas renombrados han entrado y no se ha sabido más de su existencia. Se dice que el bosque proyecta los temores más ocultos de tu mente. Para atravesarlo, sin perder el rumbo, es necesario poseer uno de los amuletos de Aquenatón: un colmillo del Kraken, el caliz del capitán Vanderdecken y una pata de un Conejo Violeta.

      Ese día, minutos antes de zarpar, cuando bajé a la bodega, ahí estaba el muy desgraciado: esa criatura pequeña y peluda, con orejas grandes y caídas, viéndome fijamente, inexpresivo. Tenía el pelaje del color de la amatista y los ojos tan negros como el onix. ¡Por la barba de Verne! Tenía colgada en el cuello una brújula que solo señalaba un rumbo: abajo (o tal vez adentro). Yo, el único capitán en salir soplando velas del Mar Tenebroso, el único forajido en ver al endemoniado Vanderdecken fornicando en la proa espectral del Holandés Errante, yo, testigo vivo de la bestia más infernal de los Nueve Mares, una tarde que pescaba en las inmediaciones del cabo de Buena Esperanza y pasó justo debajo de mí con una sombra de muerte; yo, el mismo capitán de carne y hueso juro que no había visto jamás algo semejante. He navegado en el mar durante noventa interminables años. Conozco cada pez, cada bestia, cada monstruo de los abismos, cada espectro, cada estrella reflejada en él, pero lo que estaba en frente de mí ese día era de Otro Mundo. Allí estaba uno de los amuletos de Aquenatón.

       De un momento a otro, el conejo desapareció. Ninguno de los holgazanes de la cubierta lo vio. Nadie daba razón de él. Busqué en cada puerto, en cada isla misteriosa, en cada abismo del océano y de la tierra. Mi tripulación me creyó preso de las Plantas del Ensueño y empezó a abandonarme. Se fueron uno a uno en cada arrimo a tierra firme. En esa situación, sólo tenía un lugar a donde ir. A tres días de mar atraqué en la isla de Sullivan. Ahí estaba mi viejo amigo William Legrand, minúsculo. Pensé que era su fantasma. Estaba pálido y con la piel pegada a los huesos. Entramos a la cabaña y le conté todo acerca del Conejo Violeta con la brújula. Una vez yo lo ayudé a descifrar el enigma de un tesoro hace mucho tiempo. Ahora necesitaba que él me ayudara a resolver el enigma de mi vida. “No he escuchado de ese Conejo Violeta, me dijo, pero tampoco de El Escarabajo de Oro y sabes lo que pasó; seguro que aquí lo encontrarás”. Me escribió unas coordenadas en el respaldo de un pergamino acompañadas de un nombre: Biblioteca Real de Alejandría. Al día siguiente zarpé.

       ¡Por la pluma de Carroll! Ochenta días después llegué. Debo admitir que esperaba encontrar otra cosa y no lo que vi. Esto no se parecía a la Atlántida que encontré debajo del noveno mar ni al país de los selenitas al cual llegué por accidente. Por fuera era en sí dos torreones de piedra oscura a los costados de un muro frontal y una enorme puerta de acero forjada en medio. Atraqué el barco en frente y seguí por un zaguán: galerías interminables, anaqueles altísimos. Dentro, este lugar tenía su propio tiempo, discurría lento, circular y las personas alcanzaban los estantes más altos con solo dar un brinquito. En la galería principal el piso era de terracota. Alcé la mirada y las galerías se reproducían hasta el infinito, nada más se alcanzaban a ver los arcos de medio punto repitiéndose a sí mismos hasta el cansancio ocular. Vi a un niño de madera bailando y cantando detrás de un telón. Estaba practicando para una presentación. El escenario estaba dispuesto. En primera fila estaba un Rey  rodeado con la nobleza de su caballería. En las sillas de atrás, un niño rubio en compañía de un Zorro, jugaban con un gato negro que tenía un solo ojo. Un señor borroso con bastón y vista en la eternidad, me preguntó:

     —¿Qué necesita?
     —Busco a un conejo y me dijeron que aquí puedo encontrarlo. 
     —Ven por aquí.
     —¿Qué es este lugar? 
     —Posibilidades —dijo, y le imprimió a sus palabras una extraña resonancia—, cosas imposibles.

     El viejo con esa mirada indecisa parecía ver el fondo de todas las cosas. Seguimos por un pasillo ajedrezado. Había otras personas allí.

     —¿Qué buscan ellos?
     —Se buscan a sí mismos. Por fin llegamos. El más conocido de todos —dijo y señaló con el dedo—: el Conejo Blanco.
     Estaba asustado en un rincón, con la mirada alterada y perseguido por delirios.
     —¿Qué le pasa?
     —Teme perder la cabeza.

     Me daba la impresión que se burlaba de mí. Me miró. Tenía los ojos rojos. Miré al Bibliotecario y le dije: “simpático pero no es”.

     —Pruebe con este —me enseñó.
Era un conejo ordinario.
     —Se llama Perico.
     —Mire señor, yo busco al Conejo Violeta con la brújula en el pecho.
     —Me temo que no está aquí Capitán.
     —No he viajado de tan lejos solo para un “no está aquí Capitán”. Debe estar. Mi amigo Legrand, de la isla de Sullivan me dijo que aquí estaba.
     —¡Oh, Legrand! Ese pobre hombre está loco, al igual que usted.
     —¿Por qué cree que estoy loco?
     —Ah, debe estarlo, de lo contrario no estaría aquí. Aunque pensándolo bien, puedes estar muerto. O ebrio; en todo caso, no en tu sano juicio. ¿Qué es de él? ¿Cómo ha pasado sus años con Júpiter?, coméntame.
     —¿Usted lo conoce?
     —Oh, por supuesto. Aquí todos nos conocemos con todos.
     —Y qué otros hay —pregunté de soslayo.
     —Bugs, Rogert Rabbit, Harvey, Frank, Conejo Oscuro, Conejo Colmillo. 
Llamó a muchos. Uno a uno se reunieron delante de mí.
     —Señores conejos —les dijo—, el señor aquí presente busca a un tal Conejo Violeta con una brújula en el pecho ¿Saben algo de este rarísimo animal? —Ninguno sabía nada—. Si no está aquí Capitán, solo hay un lugar donde puede estar.
     —¿Dónde?
     —Eso tendrá que averiguarlo usted mismo.
Desapareció. Sus palabras se repitieron hasta el cansancio con una extraña resonancia trémula.

Eso tendrá que averiguarlo usted mismo
                                                                      Eso tendrá que averiguarlo usted mismo
                                                Eso tendrá que averiguarlo usted mismo
                                                                                Eso tendrá que averiguarlo usted mismo.
     Me fui desesperanzado, como un fantasma en su galeón errante.

La septuagésima octava noche a mar abierto, cuando estuve a punto de arrojarme por la borda en el mar de Argentina, se me apareció en los aparejos de la cubierta, fulgurante por la luna y el brillo del mar. Pensé que era una ilusión de mi mente para autosatisfacer mi pena o un reflejo de la muerte. Pero no, era más real que el barco, que el mar; incluso, más real que yo.

     —Si quieres morir, ten, toma esto, la muerte será más segura y rápida, no tendrás que sufrir la angustia del agua entrando en tus pulmones y de a poco ir llenándolos hasta desvanecerte y sentir que caes en un abismo oscuro —era un trago con pólvora de cañón—. Será como ir a dormir.
     —¿Qué quieres de mí? Llevo un año buscándote en todos los confines de la tierra.
     —En los lugares equivocados. Precisemos algo: tú no me buscas a mí, yo te busco a ti.
     —¿Quién eres?
     —Hubiésemos empezado por ahí desde el principio: soy Rubik, el Místico Ruuuuubik.
     —¿De dónde vienes?
     —Esto es lo más loco que te diré: vengo de ti. Yo soy tú. El tú posible, la sombra de ese fantasma ebrio, barbón y fracasado que está a punto de matarse. Te la has pasado huyendo de ti mismo Capitán. No te conviertas en fugitivo de lo inevitable.
     —¿Hablas de la muerte?
     —No. ¿Por qué eres tan complicado y todo lo abstraes? Hablo de ti. Verás, es una historia larga. Tendría que explicarte muchas cosas. Te pasaste un año buscándome allá afuera, pero olvidaste hacerlo adentro. ¿Sabes cuál es el mayor error de las personas como tú? Que quieren explicarlo todo. ¿Me buscabas para qué? ¿Para saber que era real? ¿O para justificar la ilusión de un tesoro milenario? No le des a los prejuicios de la razón los delirios de la locura. Sabes, una vez fui a la Noche Estrellada y es maravilloso estar ahí. El mundo es más bonito en ese lugar. Pero un día empezó a caerse a pedazos, el ciprés desapareció, las estrellas cayeron sobre el pueblo y la luna se hundió detrás de las montañas. ¿Pero sabes qué fue lo peor? Un meteorito apareció de la nada y cayó hasta pulverizar a la Noche Estrellada. ¿Por qué pasó todo eso? Nos enteramos que allá afuera, un Ellos, explicó a la Noche Estrellada. Y no solo fue eso, al Rey Arturo casi lo mata otro rey arturo gordo y panzón y lo mismo pasó con Robin Hood. Si los Ellos se empeñan en explicarnos como representaciones reales, estaríamos obligados a ceñirnos bajo causas externas, por tanto, a desaparecer. 

     —Y yo, ¿Qué tengo que ver con todo esto? No creo en esos dioses mitológicos.
     —Eres el elegido.
     —¿Para qué?
     —Sígueme.
     —¿Adónde?
     —Aquí —me tocó la cabeza e ingresamos absorbidos por una atracción desde adentro.

     Cuando abrí los ojos, los vi a mi alrededor. Flotaban y tejían collares soñados con sus escamas y con sus colas hacían melodías. Medusas de colores giraban en la proa. Todo era azul y plateado. No sentía temor. Alrededor no había nada, solo una bruma espesa.  El silencio consumía el tiempo. Los peces volaban luminosos, como estrellas. El Conejo Rubik se había ido.

       —¿Esta será la muerte?

       No había cambiado nada. No habíamos ido a ningún lugar. Seguía en la Zorra Marina. Esa fue mi primera intuición. Pero al cabo de un rato noté que había otras personas en el barco.

     —¡Místico Ruuuuubik! —dijo una niñita rubia y un tipo con una armadura de calderos y tapas—. Lo estábamos esperando —dijeron al unísono.
     —¿Qué está pasando aquí? ¿Adónde se fue el Conejo? ¿Quiénes son ustedes y qué hacen en mi barco?
Se miraron entre sí. Parecían confusos. Entonces empezó la niñita rubia:
     —Verá Místico Rubik ¿Cómo le digo? El conejo no se ha ido. ¿Cierto que no señor Quijote?
     —Oh, no no no, mi pequeña Alicia.
     —¡Entonces, ¿Dónde está?! 
     —¡Ahí! —apuntó la niña rubia en dirección a mí.
¡Poe mío! Tenía las piernas cortas y las manos pequeñas. Y arriba en mi cabeza, unas enormes orejas caídas en el extremo.
     —¡ME CONVERTÍ EN CONEJO!
     —Me temo que se convirtió en EL CONEJO Capitán —dijo el hombre de las tapas.
 Era cierto. De mi cuello colgaba la brújula, pero ahora señalaba hacia arriba (o tal vez afuera).
     —¡Qué brebaje me dieron malditos piratas disfrazados!
     —No te hemos dado ninguna bebida —dijo la niña—. Te explicaremos: Yo soy Alicia y en un momento de mi vida estuve tan confundida como tú.
     —¿Quieres decir que ya has venido aquí y despertaste como una coneja peluda?
     —No precisamente. Lo que sucede es que al entrar en contacto con las energías que están de Este Lado, te transformas en lo que tu corazón refleja.
     —Pero si yo soy un pirata temido en los Nueve Mares, debí transformarme en un kraken o un tiburón o una anguila de los abismos, no en esta bola peluda.
     —No es así Capitán —dijo Alicia—, el conejo es la forma reflexiva de tu propio Yo. Cuando descendí no podía creer lo que veía, necesitaba que alguien me explicara lo que estaba ocurriéndome.
     —¿Cómo entraste?
     Bueno, perseguía a un Conejo Blanco.
     —¡No puede ser! Otro conejo.
     —Sí; es por su naturaleza inocente e inocua. Él —ella señaló al hombre de tapas—, vino aquí de una forma parecida. Coméntale señor Quijote.
     —Mucho gusto Capitán. Os comento que vine aquí de una forma similar: perseguí a un dragón por tanto tiempo que se me borraron los contornos y perdí los límites.
     —Todos tenemos algo en común —prosiguió Alicia: fuimos arrebatados por algo que nos acaece, por una fuerza que supera nuestra voluntad.
     —Pero, ¿Para qué?

     Eso tendrás que averiguarlo tú mismo

                                        Eso tendrás que averiguarlo tú mismo

                  Eso tendrás que averiguarlo tú mismo

                                                                             Eso tendrás que averiguarlo tú mismo


Autor: THE MASTER OF PUPPETS


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