MONÓLOGO A TODA VELOCIDAD

 


"27 de agosto, año 2436"

Las horas finales de la humanidad, cuando la ciudad se despereza y el abismo nos reclama.

 


La ciudad.

Son las cuatro de la mañana. Vivo en Port Hades, un lugar que parece flotar trescientos metros sobre el nivel del mar, una atalaya desde la cual la ciudad se riega como una sonrisa amplia bajo el cielo ennegrecido de la madrugada. Desde aquí, bajo una enorme ceiba, veo el oleoducto que se extiende como una serpiente de acero y concreto hacia Nexus Abyssus. También observo el puerto, un laberinto de grúas y contenedores de sueños lejanos arrumbados en el borde del abismo. El convento sobre la montaña es un punto de anclaje que palidece en la fiebre oscura del mar. A mi lado está una virgen, imperturbable, con su rostro eterno y pétreo, dirigiendo una mirada hacia la ciudad que reposa en el vacío de la noche. Me encuentro aquí, día tras día, en busca de algo que ni siquiera yo puedo nombrar. Este lugar, esta vista, me da la ilusión de control, de que puedo abarcarlo todo. Pero en realidad, solo me recuerda cuán pequeño soy frente a la inmensidad de la ciudad, una ciudad que, aunque puedo observar desde la distancia, sigue siendo tan inalcanzable como siempre.

Es toque de queda. La carretera vacía se estira en un horizonte interminable. La luz pública palidece por la distancia. No hay nadie violando el decreto. Solo yo lo hago. Eso me convierte en un renegado. Una llovizna menuda se precipita. Las luces alongadas de los autos se riegan sobre el asfalto mojado. Todos los semáforos están en verde, uno que otro en rojo. A esa hora no importa, verde, rojo, todo es lo mismo. Es curioso cómo los colores, que durante el día dictan el ritmo de la ciudad, pierden su poder en la madrugada. El verde, el rojo, se convierten en meras sombras de lo que representan. Son como actores sin público, sin propósito. Están las normas, las leyes, los decretos, pero no hay ley. Entonces es como si no hubiera nada. Pienso que la ley solo existe si alguien se da cuenta que fue violada. Y supongo que yo a las cuatro de la mañana soy un mal tipo. Pero a esa hora no hay nadie quien me lo diga. La vida debería ser como una carretera a las cuatro de la mañana.


La bestia.

El sonido de un motor lejanamente rasga el silencio, como un murmullo que viene desde otra vida. Me detengo en un cruce, la mirada fija en la luz parpadeante del semáforo. El reloj del tablero marca las 4:15. El mundo aún está suspendido en ese limbo donde el tiempo pierde su significado. Todo lo que existe es el latido constante del motor, el zumbido de la lluvia sobre el techo, y una canción reproduciéndose en bucle. La ciudad duerme, sus ocupantes transitan otras carreteras, se dirigen a otros destinos. La ciudad es un descenso, uno al que todos los días me lanzo una y otra vez, con la certeza de que no me espera nada. La ciudad parece una bestia adormecida, una que podría despertar en cualquier momento de su letargo de siglos y ahogarnos en su furia contenida. Aquí todos lo saben. Aquí todos lo sabemos. Desde siempre se ha dicho que Port Hades se hundirá. Yo aguardo pacientemente el cataclismo, ese naufragio de la existencia. Solo me queda esperar pacientemente como una piedra.

No es sólo una entidad dormida, es una antigua criatura que yace en las profundidades, más antigua que el tiempo, su cuerpo colosal enroscado en las raíces de la tierra. Cada piedra de sus murallas es una escama, cada calle un tendón de su inmensidad oculta. La ciudad respira en un ritmo lento, imperceptible, como si estuviera sincronizada con los latidos de algo que no pertenece a este mundo. Las mareas golpean su piel rocosa con una cadencia oscura, como un conjuro que mantiene a la criatura en un estado de semi-inconsciencia. Pero en la quietud de la noche, cuando la luna es devorada por nubes metálicas, es cuando siento su presencia, su arcaica conciencia palpitando bajo mis pies. El aire se llena de un olor salado, pero también hay algo más, algo indescriptible, una mezcla de óxido y olvido, de siglos que se disuelven en la bruma marina de puertos crepusculares.

Port Hades no es simplemente una ciudad; es la cabeza de un kraken cósmico, un ser nacido en las oscuras profundidades del universo, su cuerpo extendiéndose más allá de lo que los sentidos pueden captar. Sus pensamientos son los susurros que se cuelan por las grietas de las casas coloniales, sus sueños moldean las pesadillas de aquellos que duermen bajo su sombra. No hay escape, pues todos formamos parte de su anatomía, piezas insignificantes en un vasto organismo que se retuerce en sueños intranquilos. Parásitos de un dios que ni siquiera sabe que existimos. Los abismos que rodean la ciudad, son en realidad los ojos de la bestia, observando, siempre observando. Sus pupilas son pozos negros, pozos que reflejan un universo indiferente y cruel, donde el hombre no es más que una mota de polvo esperando ser barrida por una tormenta cósmica. Cada ola que rompe en la costa es una exhalación, cada trueno un murmullo gutural que resuena desde lo más profundo de su ser.

Y yo, atrapado en este laberinto de calles que se retuercen como intestinos de un organismo moribundo, solo puedo esperar. La ciudad me ha convertido en piedra, pero no en una cualquiera. Soy una parte de ella, un fragmento de su eterna espera. El cataclismo no es una posibilidad; es una certeza que ha sido escrita en las estrellas, y que se refleja en el brillo húmedo de sus paredes al caer la noche.

Mientras aguardo, siento que la tierra tiembla ligeramente, un pulso que es casi imperceptible, como si el kraken se estuviera preparando para su último y colosal movimiento. No será un simple hundimiento, sino un retorno, un resurgir de la bestia hacia los cielos oscuros que la vieron nacer. Port Hades no se sumergirá en el océano; el océano será absorbido por ella, devorado como una gota de agua en un incendio cósmico. Los días de la humanidad están contados, y yo, en mi petrificada paciencia, soy testigo de la llegada de lo inevitable.

 


El perro.

Un perro callejero cruza la calle delante de mí, su pelaje empapado brillando bajo la luz tenue de un poste. Lo sigo con la mirada hasta que desaparece en la sombra de un callejón. Por un instante, siento un parentesco extraño con él, un vínculo que sólo la soledad a esta hora puede forjar. Sin embargo, al tiempo desisto de tal idea. No puedo compararme con un perro… O tal vez sí. Quizás somos las mismas sombras de otro mundo, ese en el que los humanos caminan sobre cuatro patas y los perros se deslizan por las aceras, sus colas levantadas como antenas captando las señales de un futuro que se desintegra con cada paso. La ciudad se retuerce en su insomnio, un monstruo mecánico con piel de concreto y venas de neón. Los edificios se inclinan hacia mí, sus ventanas como ojos vacíos que observan con hambre. Cada rincón guarda un secreto que el perro conoce, y yo, con mi carne frágil y mi mente inundada de pensamientos líquidos, intento seguir su rastro.

El aire se llena de un olor metálico, como si la noche hubiera sido disuelta en ácido y vertida sobre la ciudad. El perro ya no es un simple animal, sino un guardián de los callejones donde los recuerdos se derriten en charcos de aceite, donde el pasado se vuelve una corriente eléctrica que chisporrotea en las esquinas. Mis pasos son guiados por un impulso primitivo, un ritmo que late en el subsuelo de mi conciencia, sincronizado con los latidos de la bestia urbana que respira humo y exhala silencio.

Sigo adelante, o tal vez es el perro el que me arrastra. Mis pensamientos se fragmentan en palabras que se despegan del papel de mi mente y flotan en el aire, girando como satélites alrededor de la luna muerta. Me veo en los reflejos de los charcos, pero no reconozco al hombre que me devuelve la mirada; su rostro es una máscara de circuitos y cables, sus ojos son cámaras que graban una realidad que nunca existió.

Los ladridos del perro se transforman en códigos binarios, una secuencia infinita de ceros y unos que se imprimen en las paredes, creando un laberinto de datos en el que me pierdo. Mi piel se convierte en un mapa, con líneas de código que serpentean por mis venas, conectando puntos que no deberían existir en este plano de realidad. El perro me observa desde la distancia, su silueta desdibujada como una sombra proyectada por un proyector roto. En sus ojos hay una verdad que no quiero entender, una revelación que se oculta entre las grietas del asfalto.

La ciudad late con una vida artificial, sus ruidos se mezclan en una sinfonía de desorden, y yo, perdido entre sus notas disonantes, sigo al perro hacia el centro de un misterio que no tiene respuesta. Los edificios se alzan como colmillos de una bestia esperando devorarme, pero sigo andando, cada paso resuena en mi mente como un eco de una existencia que se desmorona.

Quizás ya no soy humano. Tal vez nunca lo fui.

 

 


La luz.

Avanzo. Mis pensamientos fluyen tan rápidos como las gotas que corren por el visor del casco. La carretera se convierte en un río de ideas que no tienen fin, una corriente ininterrumpida que arrastra todo a su paso. Miro a la derecha y veo un edificio de ventanas rotas, grafitis que hablan de amores y odios, de historias que nadie recordará. Me pregunto si alguien más, en algún lugar de esta ciudad, está haciendo lo mismo que yo, respirando el mismo aire cargado de humedad, sintiendo la misma mezcla de libertad y pérdida.

El cielo comienza a clarear, y una franja de luz pálida se asoma por el horizonte. Pero no el horizonte que tengo enfrente; el horizonte que llevo detrás, ese que veo por el retrovisor. Las sombras se disuelven, y la ciudad empieza a despertar lentamente de su letargo. A lo lejos, un camión de la basura se desliza por las calles lánguidas, recogiendo los restos de una noche que pronto será olvidada. Me doy cuenta de que es hora de volver, de regresar al mundo donde la ley y el orden retoman su lugar.

Apago el motor en frente de mi destino. Me quedo un momento más, escuchando el silencio antes de que el día tome posesión de la ciudad. La carretera a las cuatro de la mañana ya no existe, la he dejado atrás, pero su recuerdo queda impregnado en mi mente como una promesa silenciosa. La vida continúa, pero en algún rincón de esta ciudad, sé que siempre habrá una carretera a las cuatro de la mañana, esperando ser recorrida por aquellos que buscan algo más, algo que quizás ni siquiera ellos mismos puedan nombrar.

La ciudad es un descenso vertiginoso hacia nada. Yo transito sus calles a toda velocidad, con un pensamiento y una canción.

"In your house I long to be, room by room, patiently..."



Autor: Vincent Taborda


NUEVE NOTAS RECIENTES SOBRE YELLOW HELL





 A Humberto Consuegra, el “Karibernícola”

 



Nota 1: los frascos en el Portal de los Dulces son lámparas de Aladino

No lo creerás, pero siempre he pensado que las palenqueras llevan metralletas entre sus palanganas llenas de frutas. Sé que es un pensamiento absurdo, pero no puedo evitar cierta prevención al pasar a su lado, porque sé que saben que odio su claudicación agresiva ante los dólares que las convierte en otro de los grupos de esclavos contemporáneos de esta ciudad. Alguna vez en broma le dije a Alejandro cuando era pequeño, que debajo de las PPP (patillas, papayas y platanitos), había una pistola. Hace poco, en uno de nuestros paseos de camino al Ara o al D1, vimos a una chica que llevaba en su cabeza lo que llamo la verdadera sabrosura del dulce caribeño artesanal (“¡alegría, cocada, caballiiitooooooo!”, “¡Casera, enyucao, bolae´tamarindo, el casaaabeeeeee!”); y me preguntó “¿Papi, cierto que esas señoras llevan pistolas y cuchillos en la ponchera?”, le dije que no era así y exploté en risas: “Rey, ¿todavía te acuerdas de eso?”, “pero papi, tú me dijiste”, “era una broma, mi amor”. Nos miramos unos segundos mientras le agarraba la mano para cruzar la carretera y explotamos en risa (con ese niño puedo dar rienda suelta a mis muecas y a mi Stand-up comedy melancólico mientras le muestro el mundo).

La idea del armamento frutal sé que suena ridícula, pero estamos en Yellow Hell City, la ciudad del se-vale-too, así que el rollo no es tan descabellado. A esto podría agregar otra confesión que no tiene nada que ver con literatura o relleno de páginas con extravagancias: ellas, las palenqueras, están ahí sentadas con sus trajes y frutas de colores esperando con paciencia, entre risas e insultos, el instante transhistórico  de sublevarse o soslevarse: el momento de la plomera con sus Kalashnikov o con sus revólveres Palenque, convirtiéndose en las sicarias ancestrales que necesitamos contra la CIA, la Interpol, la KGB y el ESMAD, que van de infiltrados sembrando blanqueamientos opresivos (¿de qué mierda estoy hablando? No es mentira que en Amarilla hay toda clase FRCCH (Fuerzas de Represión y Castigo Histórico). Ya nadie se come el cuento de la postal colorida: hay mucha rabia acumulada y el día menos pensado estalla a la hora y en el lugar menos esperado, eso sí, el estropicio vendrá de acá, desde la Bomba del Amparo o desde el Pozón, hacia el Centro. En esa hora me irán a sacar de un sueño bonito y borracho en Manzanillo, donde todavía se puede dormir en la arena sin que alguno venga a molestarte. Cuando me saquen de ese sueño, háganlo despacio y con ternura, siempre vengo ansioso y nostálgico del más allá. Ojalá sea Juanita la que me despierte con su sonrisa: Juanita era la señora joven palenquera que pasaba todos los jueves por mi casa y hacía con mi madre un trueque tales tales: cambiaba enyucados y caballitos por pantaletas y corpiños que mi mamá cosía para sus hijas. Hace unos meses, una estudiante de Contaduría Pública, a la que había dado clases unos semestres atrás, se me acercó en la Calle Primera de Badillo y agitada me dijo “Profesor, necesito urgente unas clases de oratoria…”, le respondí que por supuesto, que apartara la cita en el CLyE para la próxima semana (yo que ni sé hablar). Pensé que su agitación era por la necesidad de la tutoría, pero entonces agregó: “Profe, mi mamá es Juanita, la señora que pasaba por su casa vendiendo dulces y se los cambiaba a su mamá por pantaletas para nosotras. Mi mamá y yo lo vimos caminando hace días por San Diego”. Quedé perplejo. Le sonreí y me alejé deseándole éxito en los parciales del primer corte. Me maravillaba de la confabulación y la belleza de que esa chica pudiera estudiar gracias a la dulzura de las alegrías, las cocadas y los caballitos (yo pude estudiar gracias a la suavidad multicolor de las telas manipuladas por Damaris y al ruedo de llantas por toda la ciudad de Gonzalo).


 

Nota 2: carne molida para alimentar a mis palomas

¿Has visto a los oficinistas del planeta? ¿Los has visto cómo caminan a la hora del almuerzo bajo el calor en Amarilla? Me he escondido detrás de un muro para mirarles con sus camisas, sus vestidos y sus movimientos bien medidos. No necesitan el mundo de Heráclito o las aburridas páginas de Husserl; mucho menos la Escolástica Hipertextual de los Filósofos Dormilones del siglo XX (¿quiénes son esos hijueputas?). Los oficinistas, eyos, eyas i eyes, van con sus aerosoles quita incertidumbres, felices del tecleo y las artimañas institucionales; con tacones y zapatillas, con goma de mascar y silogismos de centro comercial. Usan una jerga con la que se atreven a juzgar a cualquiera que no tenga la cabeza tan metida en el culo como ellos. Los oficinistas con o sin formación son sacerdotes del orden, los gestores de las burocracias históricas, los intermediarios entre la tiranía hegemónica y la cotidianidad. No hay una sola oficina que no deshumanice y convierta a los individuos en una mercancía, en un pedazo de carne. No hay una sola oficina en esta ciudad que no sea digna del fuego. A veces siento que Yellow Hell City es una gran oficina llena de cubículos-barriales con oficinistas-habitantes dispuestos a mandarte de dependencia en dependencia como en una pesadilla kafkiana.

Algunos son oficinistas disfrazados de aventureros. Quizás en lo profundo de mi ser soy un oficinista firmando papeles corruptos que ordenan la quema del erario público antes de que me despidan. 


 

Nota 3: Extinción de dominio en Babel

El rollo de los otros sobre mí

La vieja historia de que todo lo que pienso

sobre ellos

tiene que ver con mis miedos

con mis sucias patologías

Si digo que son una mierda

entonces tengo un problema

porque la mierda sería yo

Pienso que sin importar mi existencia

seguirán siendo una mierda

Hermosas bolsas doradas

rebosantes de excremento

 

Existencias residuales

poblando el planeta

todos con una opinión solida

sobre lo que está bien o mal

todos de acuerdo con el hecho

de que estoy jodido

todos viendo que soy el emperador

con el traje invisible

y también el sastre impostor

 

Si el emperador es un imbécil contento

deberían dejarlo circular

Ese aparatoso afán de señalar

el roble en el ojo del otro

 

Yo con todos los bosques en mis ojos

intento no señalar

los mondadientes en sus pupilas

 

Silenciar opiniones es de tiranos

pero no hay una perla más preciosa

arrojada a los cerdos

 

“Solo es mi opinión”

Otra justificación más

El que habla de más

debería pagar con su vida

 

-este país está lleno

de sangrientos cazarrecompensas

cobrando opiniones

todos ellos con sus juicios ligeros

tan dignos del machete y garrote

como piensan de nosotros-

 

Opiniones

con lo mezquinos que son

si cobraran por cada palabra

ninguno hablaría

ninguno

 

Esa desmesura de sus lenguas

me está matando lentamente

 

Me contrato

como amputador de lenguas y manos

La Palabra

ese tesoro sagrado de la humanidad

debería desaparecer una temporada.

 

 

 Nota 4: gente de bien amarillo-pollito

Todos están contentos. El viejo Tractor bullero se oxida por el salitre en un rincón de la Avenida Santander. Todos están contentos, incluso los que no lo están. Un nuevo embaucador de circo romano se abanica en el caserón del oprobio a un costado de la Plaza de la Aduana. Pica-concreto, pica-miradas, pica-bolsitas, pica-deseos, pica-pelotas. Todos están contentos, incluso los Sabios de la Colonia que, entre congresos, publicaciones, eventos y toques de hombros mutuos, dicen: “nosotros no podemos cambiar la situación, lo importante es construir la cultura”. Aquí ninguno pudo, eso le toca al próximo o al próximo o al próximo o al próximo… “Nos hemos visto en una penosa situación porque nos excluyen, así como nosotros excluimos todo lo que no tenga nuestra apasionada bendición, heredada en una década en la que <<no pasaba nada aquí>> y cualquier pe(d)o, era extraordinario. Nos excluyen y por eso nosotros montamos nuestras propias fábricas culturales de historiadores, poetas, músicos, investigadores y mesías. No te metas con nosotros porque simplemente nos haremos los de la vista gorda y con eso bastará para eliminarte”. Todos están contentos en la Vieja Amarilla, todos, incluso los detractores de cualquier cosa, a los que media ciudad les ha tirado la puerta en la cara por buscapleitos y bochincheros generadores del bostezo y la risa.


 

Nota 5: escena típica omnicolonial al óleo. Obra financiada por el Ministerio de Apócrifas Aspiraciones supraculturales.

Al atardecer los niños que jugaban con palos y una bola de trapo encontraron a uno de los Sabios de la Colonia contemplando el mar. Al percatarse de su presencia sintió miedo y les dijo: “en mis poemas ustedes aparecen y también en los tratados de mis discípulos”. Los niños lo ignoraron y siguieron jugando, pero el sabio para asegurarse que no había peligro tocó el hombro de uno y cantó: “color de piel de historias mágicas que el tiempo no mancillará”. El más grande de ellos, que al parecer era el líder (porque con los niños nunca se sabe, dados a no marcar jerarquías más allá de la valentía o la lisura temeraria que nada tiene que ver con la suavidad o lo ingenuo), lo empujó y le dijo: “ábrete de aquí”. El sabio desconcertado y temeroso se fue alejando sin dar la espalda, mientras los niños lo miraban y hablaban entre ellos en una vieja jerga de los suburbios que los Sabios de la colonia de Amarilla habían olvidado hablar desde que se habían acomodado en sus tibias torres de marfil cultural. Apareció una moto porcina y el sabio se calmó: “señor agente, esta ciudad es un lugar hermoso para vivir, mire a esos jóvenes valientes”, dobló por una esquina y desapareció. El de la moto porcina, rompiendo la cuarta pared movió sus dedos como cuando algo se dilata y entre risas le dice al lector: “Oinc, oinc, oinc, la morrana le hacía ashíbe, ashibe…”


 

Nota 6: La verdadera Vida era cuando te sentabas en mi cara

La verdadera Vida está en otra parte estando aquí, en un despliegue extraordinario de lucidez en el que tú y yo miramos el horizonte y queremos escapar sin saber a dónde ir, saltando muros de concreto mental, derribando puertas que no existen, con aldabones tan viejos como el Sueño. La verdadera Vida está aquí, estando allá a lo lejos, en la inverosímil paz que nos fue negada

por pensar que la perfección era una esfinge funcionaria del DANE con una encuesta tonta que podíamos responder. La verdadera puta Vida está en otra parte, desnuda, aquí, para ti y para mí, guapa.

 


Nota 7: armas artesanales para cazar fantasmas de amores perdidos

Lo que te enseñaron con compasión, entrégalo a otros de la misma manera o cállate. La otra noche estaba tan triste que olvidé la solidez de todo y empecé a caminar a través de las paredes, los muros, los carros y las gentes. Los atravesaba como un fantasma, sin percatarme de su existencia, incluso atravesé todos los espíritus y aparatos de miedo olvidados que transitan por ahí sin ser imaginados. Cuando llegué a los Cuatro Vientos mientras a travesaba las camas y los closets de Muebles Jamás, me percaté de que era de carne y hueso, que todo eso no había ocurrido en mi cabeza, sino que era materia indiferente a la materia. Sin abrir la puerta te cuento que estoy triste, que me hago el tonto, que todos me cansan y me aburren, porque nadie huele a ti, porque nadie sabe reír con la fuerza loca con la que los dos lo hacíamos. Yo sigo en esta ciudad de mierda. No he buscado novia o amante y puedes pensar lo que te dé la gana, ya me da lo mismo. Me ofrecieron un arma con dos balas por 50.000 pesos y quizás la compre (para usar un sagrado miércoles, ahora que descubrí y acepté que es mi día mágico, como aquel miércoles de un enero del 1987). No dispararé contra nadie, pero estoy aburrido y nunca se sabe. Quizás sus sospechas sean ciertas, quizás siempre fui el asesino reprimido que maquinaba en el Claustro San Agustín.

 

Nota 8: “you are foverer April to me the eternally unready”

“At such a time the poet shrinks from the doom that is calling him forgetting the delicate rhythms of perfect beauty, preferring in his mind the gross buffetings of good and evil fortune (…) The man being half a poet is cast down and longs to rid himself of his torment and his tormentors (…) it is the little things that count! Neglect them and bitterness drowns the imagination (…) That which is heard from the lips of those to whom we are talking in our day´s-affairs mingles with what we see in the streets and everywhere about us as it mingles also with our imaginations. By this chemistry is fabricated a language of the day which few ears are tuned so that it is said by poets that few men are ever in their full senses since they have no way say nearly that he is blind or deaf. But of old poets would translate this hidden language into a kind of replica of the speech of the world with certain distinction of rhyme and meter to show that it was no really that speech. Nowadays the elements of that language are set down as heard and the imagination of the listener and of the poet are left free to mingle in the dance”.

William Carlos Williams (Kora in Hell)

 

Nota 9: Cucurbita moschata o sonrisas con dientes de burro Ahuyamero

 

Amarillo

es

todo

aquello

que

habitando

una

historia

oscura

y

contradictoria

resplandece

cuando

todos

han

decidido

cerrar

los

ojos

por

temor

a

la

explosión.

Amarillo

es

la

valentía

de

permanecer

aquí

a

pesar

de

que

todas

las

apuestas

dicen

que

la

esperanza

se

encuentra

en

un

mejor

lugar

 

 

 

Nota Bonus Track: El hombre que soñaba con unas zapatillas amarillas

Quisiera que estas páginas estuvieran llenas de ternura, de paciencia y un gesto noble que hiciera la diferencia en la historia de mi ciudad. Es más fácil escribir desde la rabia, la indiferencia y la destrucción. Trato de hacerme llevadera la vida mientras voy y vengo en el TransKalamary. No he dicho nada de lo que verdaderamente siento sobre este territorio y sus habitantes y confieso que estoy cansado de cubrir con máscaras mis palabras. Si me dieran el poder de destruir a Yellow Hell City, exigiría también el poder de crearla, porque a la mañana siguiente, al despertar entre las ruinas dentro del cráter humeante, tendría la profunda necesidad de verla viva, gusaneando antes de contemplarla transformarse en la gigantesca mariposa amarilla que es.

Hay días que siento que el amarillo que duerme en la boca de mi estómago se despierta y amarillea lo que encuentro a mi paso. En esos momentos quisiera abrasar abrazando a todos para perdonarlos y perdonarme y ser por siempre ese instante amarillo de amor, ese segundo en que resplandecería hasta la última de nuestras células e inevitablemente nos verían hasta en marte. Yellow Hell es un estado mental, uno de una belleza muda en el que la valentía que no aparento, atraviesa las paredes y los corazones, creando una especie de inmenso y tragicómico Rothko amarillo en movimiento pausado, en el que todos los rincones y todas las esquinas se repueblan con la historia raptada de la humanidad. Ahí, mientras todos están anonadados, yo podré por fin robar unas zapatillas color sol para ir en busca de mi sombra.  

 

 

 

 

Texto: El Señor Underground

Portada: Tim White