Por
Raymundo Gomezcásseres
Ahora
que murió Raúl, de muerte accidental y no por suicidio como se rumora, va a
comenzar la leyenda. Y eso no tiene nada de raro ni de anómalo, pero como van
las cosas (y apenas empiezan) esa leyenda se tejerá con hechos y puntos de
vista desenfocados. Lo anterior es frecuente tratándose de ciertos perfiles
humanos. Ocurrió con Bolívar hasta cuando biógrafos incisivos desmontaron la
imagen impoluta, perfeccionada (‘el libertador’), que le había atribuido cierta historiografía aséptica; la misma “santidad”
de un Pío XII se ha visto empañada por revelaciones políticas que muchos se
resisten a aceptar. Como si no fuera propio de la condición humana poseer
rasgos contrarios a las idealizaciones sensibleras. Raúl Gómez Jattin no es
excepción. Intentaré hacer equilibrio entre lo dicho y lo que sé; esto podría
desmitificar algunos equívocos. Comienzo por manifestar que lo conocí muy bien
pues nos tratamos durante unas dos décadas. Nuestro primer encuentro se produjo
en la Bogotá de los años setenta. Hacía unas caracterizaciones delirantes en el
Teatro Estudio de la Universidad Externado de Colombia, donde estudiaba
derecho. Éramos antípodas pero nuestros caminos se cruzaron en varias
ocasiones; lo suficiente para iniciar una amistad
derivada de la literatura y la socarronería. Durante los lustros siguientes nos
frecuentamos en Cereté, Montería y Cartagena, a la vez que intercambiábamos una
nutrida correspondencia; debí perder la mayor parte en una mudanza. Conservo
tres cartas, un ‘telegrama’ (ya no existen); dibujos, textos alógrafos y
mecanografiados con dedicatoria, y casi todas las primeras ediciones de sus
libros autografiados.
No es
cierto, como se empieza a decir, que a pesar de su locura, Raúl fuera un hombre
tratable y dulce, mucho menos que siempre lo hubiera sido. Esas facetas eran
circunstanciales en él. Todos somos Jekyll y Hyde, y él no fue la excepción; es más, creo
que era más Hyde que Jekyll. Pero recuérdese que este era el peor de la dupla.
Fue un hombre perverso, generalmente mal intencionado. En algunos momentos de
nuestra amistad, mientras hablábamos y fumábamos sin parar, me confesó haber
aprovechado su estado mental para agredir a alguien, o ‘hacer locuras’. Él haciendo
locuras… Disfrutaba inspirando miedo y manejaba muy bien esa situación
alimentada por sí mismo. Tampoco es cierto, como dice Oscar Collazos en su columna
dominical de El Tiempo (25 de mayo), que ‘a
Raúl le importaron un carajo la vanidad y el éxito’. Eso es falso; retórico.
Pocas personas fueron tan vanidosas y preocupadas por el éxito como él. Tan
vanidoso era y tan convencido estaba de que su renombre era mundial (Álvaro
Mutis se lo hizo creer) que su último delirio megalómano fue pensar que le
darían el Premio Nobel de Literatura. Cuando se lo otorgaron a Wyslawa
Szimborska en 1996, me dijo que se había cometido una injusticia. Ese día
aprecié como nunca la dimensión de su delirio. Nunca se sabrá a ciencia cierta
si la locura hace parte de atípicas condiciones biológicas, en especial la de
algunos artistas. Sin ella no hubieran sido lo que fueron, ni hecho lo que
hicieron. Pero de ahí a justificar despropósitos hay una gran distancia.
Hölderlin y van Gogh “sufrieron” esquizofrenia, pero ninguno (que se sepa) se escondió
tras ella para agredir u ofender a alguien, y no hubo en ellos delirio de
grandeza. Raúl careció de humildad durante toda su vida. Su arrogancia
enfermiza era un componente de su mal. Solo lo recuerdo ‘tierno’ y ‘amable’ cuando
quería sacar provecho de alguien y si no le resultaba pasaba a la agresión
directa. Lo anterior no tiene nada que ver con que fuera buen o mal poeta. Nadie
podrá negar que pertenece al grupo de los buenos. Uno de los cuatro o cinco que
sirven en la segunda mitad de la centuria pasada en este país de poetastros. Gran
parte de su obra permanecerá; no toda, ocurre con los mejores, con los mayores.
Es excesivo decir que todo lo que escribió es monumental, excelente. Fuimos
buenos amigos hasta casi un año antes de su muerte, cuando su agresividad se
hizo intolerable. No fui el único que se alejó de él. La ‘legión de ángeles clandestinos’ (‘amigos’) que pedía, siempre estuvo ahí pero él la intimidó. Otro
columnista dominical dijo que su trágico final se precipitó porque “le cerraron las puertas”, dando a
entender que a Raúl lo abandonaron. También es falso. Fue él quien las cerró.
Sé de personas que después de su deceso volvieron a ‘caminar tranquilas’; la posibilidad de un encuentro las
aterrorizaba y varias entre ellas eran sus víctimas preferidas. ‘No te encuentres conmigo’, dice en uno
de sus poemas. Yo nunca le tuve miedo… Ni él a mí. La profecía que sobre sí
mismo anunciara Malcolm Lowry en Pensamientos
mientras te ahogas, conviene a lo que empieza a ocurrir con Raúl apenas a
unos días de su muerte. Dice Lowry: ‘haber
conocido el cadáver por un momento les hace grandes’. Aplica para quienes
se ufanan de haberlo “conocido” bien porque lo trataron durante un tiempo breve.
De ser cierto que los cadáveres se revuelcan en sus tumbas cuando están
inconformes por algo, el de Raúl debe estar retorciéndose. La paradoja de su
vida fue que lo sepultaron en Cereté y no en Cartagena, de donde decía ser
(mostraba la casa de su supuesto nacimiento), y ojalá cerca al mar: me lo
manifestó en más de una ocasión. Nuestra relación fue buena, compartimos
momentos inolvidables. Es lo que siempre recordaré de él.
(Texto escrito entre el 25 y el 30 de
mayo de 1997, a raíz de la muerte de Raúl. Se publica por primera vez,
ligeramente actualizado. Algunas personas lo conocieron en un formato más
áspero).
Apostilla de mayo de 2018.
Vigésimo primer aniversario de la muerte de Raúl.
Hace
veintiún años dije que su deceso fue accidental y no suicidio porque conocí la
idea de muerte que tenía Raúl. No voy a narrarla aquí; no viene al caso y sería
extenso. El asunto es que según esa idea los suicidas seguían sufriendo. Raúl
me hablaba de los padecimientos que le causaba la locura y de cómo a pesar de
eso nunca se planteaba la opción del suicidio. No quería seguir soportando lo
mismo (o más) “existiendo en estado de muerte”
(¡!), eran sus palabras, por haberse quitado la vida. Si después de nuestro
distanciamiento él cambió su pensar sobre el asunto, entonces la hipótesis del
suicidio es factible. En todo caso yo nunca me enteré de esa modificación.
En
varias ocasiones me han preguntado por qué no he escrito in extenso sobre Raúl y su obra, que como ocurre con los grandes
artistas es una y la misma cosa. Hay dos razones.
1ª)
A pesar de nuestra amistad, de su controversial carácter, y del indiscutible
valor que tiene su poesía, no poseen un atractivo especial como para que
escriba sobre ello.
2ª)
Para no hacer honor al verso de Lowry. Aunque yo ‘conocí’ el cadáver en vida durante
más de veinte años. Si salvo en una desafortunada oportunidad, con él, de viva
voz y cuerpo presente, nunca fungí de comentarista o crítico suyo, ¿por qué iba
a asumir ese rol después de muerto? No deja de haber cierto tufillo oportunista
en esa intención. Me alegra no haberlo hecho.
Un
burócrata (en el buen sentido de la palabra; que lo tiene), le colaboró a Raúl
digitando sus textos durante más o menos un año antes de que muriera. Poco
tiempo después de dicho suceso este amanuense suyo presentó un proyecto sobre
su ‘relación’ con el poeta a una
convocatoria. Fue aprobado. Recibió unos cuantos millones contantes y sonantes,
y editaron su ‘libro’.
Otro,
un destacado gestor cultural, escribió un extenso ensayo sobre el poeta.
Imprimió dos ediciones: una de lujo para vender muy bien… Y otra en rústica para…
También vender bien. Toda una maniobra de marketing editorial. Resultado: unos
cuantos buenos millones en ganancias. Gracias al ‘cadáver’.
Ambos
trabajos son acercamientos de frágil calado y débil aliento en sus análisis
hermenéutico y literario. Sigue (y seguirá) brillando por su ausencia el
estudio serio y atento que merece la poética de Raúl. Uno y otro (incluyendo lo
dicho ahora por mí) son anécdotas sin valor crítico, conceptual.
El
autor: escritor. Profesor catedrático del Programa de Lingüística y Literatura
de la Universidad de Cartagena desde hace dieciocho años. Autor de la trilogía
novelística titulada Todos los demonios,
conformada por Días así (dos
ediciones), Metástasis (dos
ediciones), y Proyecto burbuja, inédita.
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