Por Raymundo Gomezcásseres*
En
estos ‘tiempos de coronavirus’ se ha vuelto un tópico hablar de normalidad con un sentido que
inevitablemente implica el sustrato opuesto: anormalidad. La gente se pregunta, ¿cuándo volveremos a la normalidad? Se dice: cuando todo vuelva
a ser ‘normal’… O: las cosas se ‘normalizarán’… Obviamente esos discursos se
originan en las nuevas condiciones sociales, económicas, familiares, y en
general de convivencia provocadas por la pandemia que afecta al planeta entero.
La expectativa por la normalización implica que lo que sucede es anormal, y aquí es donde vale la pena
plantear un interrogante. ¿Es anómalo (o ‘anormal’) lo que ocurre? Mejor dicho:
¿es anómala, anormal, la presencia del coronavirus? Con todo respeto, y muy
atrevidamente, pienso que no. Creo que el fenómeno es lo más lejano a una
anomalía y por el contrario se inscribe con todos sus pergaminos en el ámbito
de lo normal y ordinario, como ocurre con cualquier otro evento natural o
biológico. ¿Es anormal un terremoto, o la erupción de un volcán? Para nada. ¿Es
anormal una afección o enfermedad, desde un simple resfriado hasta el cáncer
más devastador? No. Las consideramos tales por medirlas con el rasero de la
salud, y si supuestamente, ser saludable es la condición ordinaria de los seres
vivos, cualquier cambio, alteración o daño de ese estado se mirará como anómalo,
pero si tanto la salud como la enfermedad se miran como parte del proceso
continuo y progresivo de los fenómenos bióticos, ¿qué hay de extraordinario en
cualesquiera de ellas? Salud y enfermedad son tan ‘normales’ como vivir y morir
una vez se irrumpe en el inventario infinito de todo lo existente.
La
forma como evolucionan y mutan los microorganismos hace parte de un patrón
orgánico que vincula todo lo que vive a través de complejas vecindades
biológicas. Un ejemplo reciente en el terreno de la microbiología es la
irrupción del VIH. Antes de llamarse así el virus ya existía y era conocido
como VIS: Virus de Inmunodeficiencia de los Simios. Por una circunstancia que
nunca podrá ser precisada ni establecerse con exactitud, el VIS ingresó al
organismo de algunos seres humanos en ciertas regiones de África. Esa mudanza
produjo una curiosa (no ‘anormal’, mucho menos ‘anómala’) mutación que lo
transformó en el VIH, que no es más que el nombre que se dio a algo
desconocido, que no existía antes. Y el VIH no se mudó al cuerpo humano por una
temporada, a pasar unas vacaciones, sino para quedarse por siempre. La vacuna
que lo controla solo puede hacer eso: controlarlo. Hoy, quienes lo adquieren y
lo tratan en su manifestación temprana tienen el consuelo de seguir con vida;
pero vivirán con él hasta la muerte. Hay otros casos con los que se pueden
hacer equivalencias parecidas, aunque no tan graves como la anterior. Tal
ocurre con la malaria (o paludismo) causada, no por un virus, sino por el
parásito Plasmodium (en América: vivax) cuya transmisión ocurre por la picadura
de mosquitos hembra del género Anopheles que han sido infectadas. A estas
alturas de la ciber-civilización, con toda su parafernalia tecno-científica,
aproximadamente un millón de personas muere anualmente en el mundo victimas del
paludismo. Pero eso no es noticia. Tampoco es noticia que diariamente cuarenta
mil niños mueran a causa del hambre, o por falta de agua potable, o debido a
afecciones que ya no existen ni siquiera en los mal llamados países subdesarrollados…
Y todo el mundo escandaliza porque en unos pocos meses, (hasta este 22 de abril
de 2020, ¡el día de la tierra!) el coronavirus ha matado a unas ciento ochenta
mil o más personas. ¡Gran cosa! Me pregunto: ¿las proporciones del escándalo
por tales muertes serían las mismas si en lugar de en EEUU, China, Francia,
Italia, y España principalmente, estuvieran sucediendo en las profundidades de
África, Suramérica, Indonesia, o en otras regiones olvidadas del planeta en las
cuales, curiosamente, no se registran muertes hasta ahora? Dado ese caso, no
sería anormales, sino normales.
Es
esa elitista razón la que ha hecho que todas las potencias del mundo se hayan
organizado en una gran cruzada para
enfrentar al nuevo anticristo, al impertinente ‘infiel’, al implacable
terrorista, al “nuevo demonio”, (según la reciente expresión de Tedros,
director de la OMS) que no distingue entre billonarios o pobretones, entre
monarcas y plebeyos, entre ateos y creyentes, entre súper-atletas y famélicos.
De nada serviría movilizar todos los ejércitos que existen con sus millones de
soldados, sofisticadas aviaciones y marinas, ni arrojar todas las armas
nucleares que reposan en silos, porta-aviones, súper-fortalezas aéreas,
submarinos nucleares, a la espera de exterminar a la humanidad en una
conflagración termonuclear… Ni haciendo todo eso al mismo tiempo se podría
eliminar al pequeñísimo pero temible COVID-19. Una percepción cruel (en
realidad torcida) desde la teodicea llevaría a la conclusión de que por fin
‘dios’ (el Dios en que cualquiera crea) decidió hacer justicia sin distingo de
condiciones: económicas, sociales, religiosas, culturales, etc. Pero hacer esa lectura
sería asumir una postura morbosa sobre el asunto, y la verdad sea dicha, no es
para tanto. Solo por hacer el juego a la fantasía imaginemos lo que pasaría si
el paludismo contagiara en la misma forma en que lo hace el COVID-19… Y que
como ocurre ahora, una vacuna, como dicen los científicos, solo sea posible dentro
de doce o dieciocho meses.
Pero
el propósito de este escrito no es mostrar datos cercanos a la ciencia, o hacer
interpretaciones moralistas o metafísicas, sino realizar un acercamiento al
sentido de las palabras ‘normalidad’ y
‘anormalidad’ en el contexto de la
pandemia provocada por el coronavirus. De modo que vuelvo al comienzo.
La
enfermedad planetaria que afecta y
amenaza cada día con mayor fuerza a la especie humana ha provocado, de contera,
un fenómeno lingüístico. Podría decirse, sin intención de intimidar a nadie
usando esa atemorizante expresión, que estamos ante todo un novedoso giro lingüístico. ¡Vaya elegancia! Estoy
hablando bonito. Profundizar en esa idea (si de veras vale la pena, y yo creo
que lo vale), es trabajo de expertos. Basta mirar los noticieros de la tele, o
asomarse a las ventanas de la
mediación telemática, a las mal llamadas redes “sociales” para ‘leer’ el nuevo
lenguaje (mejor, nuevo habla) que deriva de la pandemia por el COVID-19. Yo me
limitaré a dos palabras: normal y anormal.
Se
trata de dos expresiones coloquiales que cualquier persona, sin importar su
condición social o cultural utiliza con, o sin pandemias. El asunto es que el
nuevo contexto en que se esgrimen, más que modificar su sentido básico,
trastoca por completo la carga axiológica implícita en ellas y aquí es donde
emerge el problema, o mejor, se produce el probable giro lingüístico. En lugar de meterme en enredos semánticos,
precisaré algunas situaciones concretas de su caso. Partiré de la anormalidad que se aspira superar, sin
perder de vista que es inevitable ir relacionando esa expresión con la que
describe el estado de normalidad a que se pretende volver.
¿De
qué anormalidad se quiere salir? ¿Con
cuál anormalidad se pretende acabar?
El desarrollo incontenible de la tecno-ciencia con todos los supuestos
beneficios y ventajas que ha traído para la humanidad, ha justificado como
‘normal’ la destrucción del medio ambiente (lo que Heidegger llamó la devastación de la tierra, y en su
momento Nietzsche llamara desertización),
así como el exterminio de millones de especie en nombre del llamado ‘desarrollo
económico’: ese monolítico engendro del capitalismo salvaje y más recientemente
de la tal ‘globalización’ que un microorganismo bautizado con el acrónimo
COVID-19 tiene contra la espada y la pared, y a sus agentes chillando como
hienas heridas de muerte. Todo el andamiaje de la economía mundial se estremece
como castillo de naipes. ¡Qué frágil era, y hasta ahora lo sabemos! En contravía
con esa normalidad aceptada por un
alto porcentaje de la población mundial (no por toda, felizmente), es anormal que los animales (sin importar
que sean aves, peces, u otros), que habían sido desplazados de sus hábitats
naturales, aprovechen la ausencia forzosa del animal humano provocada por la
cuarentena, y regresen a ellos; no solo regresen: se paseen curiosos e
inseguros por parques y calles, se acerquen a edificios, conjuntos
residenciales, casas; que incluso, ingresen a esos antes terrenos vedados a su
presencia por la amenaza que representa para su vida el gran depredador: el
hombre. Lástima que solo se trata de unas vacaciones; cuando los soldados del
COVID sean derrotados por la vacuna que tarde o temprano será producida… ¡Todo
volverá a la normalidad! Los animales
no solo regresarán; tendrán que huir despavoridos hacia los rincones más
profundos e inhóspitos (en algunos casos incluso para ellos) para protegerse de
la bestia humana.
Era normalidad que cada día que pasaba (antes
de la pandemia) el mar se transformara un poco más en el basurero en que ha
sido convertido para infortunio de todas las especies acuáticas que lo habitan:
con sus intestinos repletos de botellas, plástico, trozos de metal, caucho, que
los intoxican y matan lenta y dolorosamente, por no hablar de la pérdida de sus
naturales condiciones de comunicación entorpecidas y dañadas por cruceros,
barcos, submarinos… Normalidad era
ver ríos, humedales y lagunas secarse o convertidos en lodazales, ahora
escasamente recuperados en apenas cuatro meses de “abandono” humano. Y qué
decir de la contaminación (con orines, sobras de comida, excrementos…), de las
playas del mundo por esa plaga infame solo comparable con la de las langostas
en la antigüedad: los turistas.
Se
había hecho tan normal el aire
contaminado por el smog que muchos se desconciertan y sorprenden ante la
brillantez y transparencia del cielo, se sienten impresionados por no tener las
fosas nasales mugrientas y repletas de mocos secos y negros como carbón. No
faltarán quienes quieran salir de esa sana anormalidad
para regresar al chiquero en que siempre han vivido. Resulta terrible decirlo,
pero estoy seguro de que toda una generación que hoy por hoy está entre los
seis y tal vez los nueve años, ha visto por primera vez, desde mediados de
marzo hasta el momento en que escribo esto, un atardecer que valga la pena, y
estoy convencido de que también por primera vez en sus cortas vidas no tienen
problemas respiratorios.
Pero
por curioso que parezca, los casos más terribles de normalidad y anormalidad
que podrían considerarse no son lo que acabo de mencionar. Por encima de ellos
están las condiciones de normalidad y anormalidad social, económica y
política a que nos hemos acostumbrado, sin importar que se trate de una o de
otra; ambas son igual de aberrantes. La mal llamada anormalidad que representa el COVID-19 ha revelado una pavorosa y
aberrante normalidad: la de millones
de personas en el mundo condenadas a vivir sin una sola oportunidad que las
redima; no solo a ellos, sino a sus descendientes, por generaciones y
generaciones. La sociedad estaba tan acostumbrada a esa brutal anormalidad que había terminado por
aceptarla como normal. Lo más
doloroso es que (como en el caso de los animales que regresarán a los rincones
en que los hemos condenado a vivir), cuando la pandemia sea controlada, estos
congéneres nuestros volverán a la normalidad
infernal en que siempre han vivido. No tendría nada de raro (aunque sea cruel
decirlo) que algunos, los más vulnerables
(así los llaman eufemísticamente ahora) extrañen al coronavirus que les
permitió comer algo mientras duró la pandemia. ¿Cuándo ella finalice, quién les
llevará de vez en cuando una ayuda, o un mercado que les alcance para diez o
quince días? Algo que no conseguirán en la situación ordinaria de su normalidad.
Dedicaré
una atención mínima a las condiciones de normalidad
y anormalidad políticas porque
son las que menos la merecen y sería latoso e innecesariamente controversial.
Baste decir lo siguiente. Se volvió normal
que el más alto porcentaje de líderes mundiales, o son unos tontos, o unos
esquizofrénicos probados. Y abriendo un paréntesis, esto también aplica para ciertas
instituciones: industriales, financieras, universitarias, etc. Pero regreso a
la política. Si la mayoría los dirigentes ocupa sus posiciones gracias a la mal
llamada democracia; es decir, fueron elegidos, es porque la mayor parte de la
población considera como normal que
ellos dirijan su destino. Si la gente actuara de otra manera asumiría una anormalidad que al parecer nadie quiere
saber cómo sería, ni siquiera por probar, de no haber “elegido” lo que
eligieron. Por referirme a un solo caso, cuando hablo con personas, incluso de
buena formación, sobre el futuro de las elecciones en Estados Unidos, todas (sin
excepción) me dicen: Trump perderá la presidencia. Yo les respondo: apuesto a
que lo reeligen. Cruzo los dedos, toco madera, y hago cuánta superstición
está a mi alcance para equivocarme. Nada me hará más feliz. ¿Y qué decir del
“atlético” Jair Bolsonaro, o del devoto de la Virgen de Guadalupe, Andrés López
Obrador? Como dije que no hablaría mucho de las formas políticas de la normalidad y la anormalidad, voy a ir cerrando con una cita de la novela Vida y destino, de Vasili Grossman que me gusta mucho y cae como anillo al dedo. Como
dice el refrán, a buen entendedor pocas palabras bastan. Dice Grossman: el mundo
está dominado por hombres de escasas luces convencidos firmemente de su razón.
Las naturalezas superiores no dirigen los Estados, no toman grandes decisiones.
Lamento
decirlo pero soy pesimista, y contrario a lo que todo el mundo piensa, estoy
seguro de que una vez superada la pandemia, nada cambiará. Esa hermosa idea de
que esta dolorosa experiencia hará que los seres humanos por fin aprendan, y
que ese aprendizaje se traduzca en un mundo mejor para las futuras generaciones,
terminará convertida en una fantasía pasajera. Lo mismo se dijo cuando finalizó
la segunda guerra mundial con sus más de cien millones de muertos, y todos
saben lo que ocurrió después.
Concluyo
con mi derecho a plantear la normalidad
con la que sueño, y de la cual no hago excepción conmigo: que el coronavirus no
sea controlado y que una vez desaparezca para siempre la especie humana, una
nueva normalidad biótica instaure su
dominio. Seguro de ella surgirán y evolucionarán formas de existencia más nobles
y merecedoras de esta hermosa mota de polvo perdida en el cosmos llamada
tierra, que ha sido privilegiada con el milagro de la vida.
*Profesor catedrático del Programa de
Lingüística y Literatura de la Universidad de Cartagena desde hace veinte años.
El texto anterior hace parte del volumen titulado Miscelánea, que
como el resto de su producción, formada por una veintena de libros, se
encuentra inédita.
Portada:
Paul Delvaux “Skeletons in an Office”
Excelente planteamiento frente a una minúscula partícula que acorralo a los poderosos y confino a confirmarnos el desastre civilizatorio a que nos ha llevado el " primer mundo"
ResponderBorrarMi Profe Raymundo, solo usted podría recrear a través de su precisa y clara palabra la zona de confort en que hemos estado existiendo, en la que hemos estado anormalmente conviviendo a nuestras anchas, bajo nuestras mentiras globales, bajo nuestras falsas cercanías, sobre la idea de una felicidad capitalista que hoy nos nos sirve, anormalmente desconociendo que hemos sido los principales confinadores, los verdaderos anormales en una normalidad que hipocritamente se ha construido ante nuestras existencias.
ResponderBorrarInteresante su punto de vista. Saludos.
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