A Hailher Salcedo Pérez
La
estrella salió disparada de la nariz después de un salvaje estornudo. Me
levanté temprano a orinar y estornudé la estrella camino al baño. No tuve
oportunidad de buscar pañuelo. Quedó esparcida en la mano junto al resto de
mucosidad glutinosa y trasparente. No guarda ningún parecido con otra estrella;
menos con el dibujo de cinco o seis puntas tradicionales. Esta estrella es
similar a un grano de arroz cocido. La superficie nacarada reserva cierto
destello en su interior. La observo en la mano y recuerdo las dificultades con
la nariz. Tengo el tabique desviado. No recuerdo nada que no me hiciera
estornudar. El mínimo contacto con ropa aromatizada o con suavizantes, las
motas de polvo, o el perfume lacrimoso de un mujer por la calle; incluso, el
olor chispeante del sartén en el desayuno, me obstruían la respiración. Tanto
he estornudado que las fosas nasales son dilatadas y se extienden a lo ancho
como las de un orangután. De lado la nariz parece un tambor a punto de sonar, y
los paranasales son dos bultos carnosos sobre la base de la frente. Casi podría
decir que la nariz lleva vida propia. No me sorprendería encontrarla caminando
por las calles.
Me
desperté exaltado. La recamara me daba vueltas. Sentía la aplastante carga de
la congestión en el pecho. Era como si para respirar tuviera que abrirme paso
entre una multitud acalorada. La nariz parecía puesta al revés. Hecha de
plastilina esperaba caerse a pedazos. La cabeza era un globo a punto de
explotar. Me senté al borde de la cama. Lilian dormía tranquila. Eche una
ojeada a la recamara. No podía respirar con satisfacción. Pretendía inhalar
profundamente y aparecía un pitico caricaturesco. Más, parecía un bufido
apagado, de bestia agotada, el ruido defectuoso de un aparato echado a perder.
Se me venían los estornudos y la moquiadera incontrolable. La mirada empañada,
rojiza. La nariz hecha un costal aporreado. Cuando fumaba en exceso ocurría lo
mismo. Sin embargo, jamás había estornudado una estrella. El doctor sí me dijo
que tendría problemas. Había aplazado la cirugía. Bueno, sí, lo acepto, he
tenido percances con la nariz, pero nada escandaloso. Podría ver su expresión
al enseñarle la estrella. Mire, doctor, lo que estornudé esta mañana.
Si
la miro detalladamente la estrella parece una joya llamativa y costosa. Una
prenda de coleccionista. Tal vez un diamante resplandeciente o un zircón
pálido. Todo depende de su brillo que aumenta y disminuye súbitamente según
pausas reservadas. Tirita con vida propia como si estuviera en el espacio
sideral. Es raro tenerla tan cerca. Al alcance de la mano. Podría estrujarla si
lo quisiera. Imagínate una canica en la palma de la mano, brillante, redonda,
con una tonalidad como el marfil, pero más pura, casi límpida, igual a un perla
marina. Hasta la mano remeda el contorno de una ostra. Creía que las estrellas
nacían a una distancia de millones de años de la tierra. Que lo que veíamos en
el cielo nocturno era el susurro remoto de su existencia. ¿Cómo se dice? Son
fotografías antiguas y desfiguradas de su verdadera forma. La estrella es una
clase de tesoro. Un pedazo de inmensa grandeza. Están arriba no para maravillar
a los hombres. Son la prueba de nuestro reducido destino.
¿Cuál
era la cuestión con la nariz? Pensé que al estornudar la estrella recobraría
una respiración despejada. Se habían obstruido ambas fosas. Corría la mínima
ventilación. Respiraba, sí, pero a duras penas. Bocados de aire. Cada vez que
intentaba exhalar asomaba un sonido áspero, como el grifo en temporadas de
sequía. La nariz era un adorno disecado. Uno de esos trofeos de cacería o el órgano
congelado de un laboratorio. No me servía. Respiraba por medio de la boca,
incómodo, insuficiente. También sentía la carga en el pecho, como si una señora
muy gorda se hubiera sentado encima de mí. Quería estornudar, descongestionar
los conductos, y al soplar (cubría con el dedo una ventana de la nariz para
aumentar la expulsión) se extendían ante la vista manchas escarchadas, producto
de la turbación. La vista se hacía borrosa. Apretaba los párpados para enfocar
de cerca. Parecía vibrar, como si en el interior zarandearan el cableado
ocular. En la niñez ocurría el mismo viaje. Los fines de semana mi madre me
llevaba a visitar a la abuela. Recuerdo que antes de ingresar a su casa, mi
madre me embadurnaba la nariz con Vick Vaporub. Las paredes peladas, en el
mismo concreto gris, eran el problema. Si no utilizaba el alcanfor pasaba el
día con la nariz debajo del pañuelo. Se ponía colorada, amplía, como cuevas
siniestras, y el interior, cartílago a secas, me ardía si se tratara de brasas.
Y también está la estrella, volviéndose intensa y regresando opaca, como si por
su brillo descifráramos su origen. No puedo hacer nada con ella en la mano. La
dejo sobre el nochero. Parece no incomodarse, al fin de cuentas, siempre son
solitarias.
Escarbé
en el bolso de Lilian buscando cualquier parecido con el Vick Vaporub. En el
departamento no hay nada semejante. Después de escarbar por los maquillajes y
las monedas de cobre, hallo una crema para las piernas. Lilian trabaja de
secretaria en la oficina de la alcaldía local. Lleva puestos la jornada entera
unos tacones de aguja. De esos altos y puntiagudos que le hacen levantar las
nalgas como una yegua y caminar como en zancos. Cuando sale de trabajar se la
unta en las pantorrillas. Hay veces que yo mismo le hago un masaje
reconfortante. Es un ungüento helado: fragancia a eucalipto, y es
antinflamatorio. Previene las varices. Sé que Lilian trabaja con tesón en esa
oficina y la exprimen a decir no más. Este ungüento es como su propia
misericordia, pero eso sí, más mentolada y pegajosa.
Leo
la posología en la etiqueta posterior: uso externo. Destapo el frasco y huelo.
Ni por allí el afanado eucalipto. Huele a talco para pies y un dejo de limón a
la distancia. Aunque es helada. Tiene una coloración azulada y su tacto es
parecido al escarchado de los refrigeradores. Unto el dedo y lo zambullo sin
pleito en la nariz. Vuelvo a untar y restriego como si limpiara una
desvencijada chimenea. También el cuello y el pecho llevan su merecido.
El
inicio de la reacción es sobrecogedora. Asciende un aire refrescante. Es
irritante en cierta medida, pero no lo suficiente para estorbar. Parece ir
despejando, además de los conductos, el peso en el pecho. En corto tiempo logro
respirar con holgura. Es arriesgado, aunque inhalo hondo, como si fuera a
sumergirme, y despido el aire, delicado, pausado, desprendiéndose la vieja tos
de fumador. Me acomodo en el borde de la cama. Quiero dormir. Recuperar la
tranquilidad del sueño. Y la estrella tirita en el nochero. La agarro y la miro
con furor. Querías asfixiarme, le digo entre chances, y río muy despacio. Proyecta
rayos luminosos por la recamara. Resplandecen con intensidad. Lilian restriega
las cobijas. Empieza a despertarse. Me acuesto a su lado. La estrella ilumina
de lleno su cuerpo moreno y acaramelado, y ella se agita, primero con
violencia, luego serena hasta sacarse las cobijas. El cuerpo desnudo se
descubre a la luz de la estrella.
Lilian
es una cosa encantadora. Me había olvidado que dormía. La estrella deja pensar
solo en sí misma. Quisiera que Lilian la llevara colgada del cuello. Comprar la
cadena y engastar la estrella y que la luciera durante las fiestas o cualquier
evento al que vayamos. Sería la envidia de las mujeres del lugar. ¿Sabes la
cantidad de hombres que han prometido una? Es el truco más antiguo. No quiero
imaginar la cifra oficial. Ni piensan que más que un objeto caro y
despampanante, podría ser también un amuleto. El símbolo de su integra
devoción; el atractivo de creer en su poder mistérico. Cosas así se ven todos
los días. La estrella tiene significados diversos. Algunos confiesan que las
almas de los niños se refugian en su brillo. Que al morir se vuelven ángeles de
las estrellas. He leído cuentos parecidos. No sé si sean reales. Después de
esto pienso que sí. Lo que sería descabellado es habitar una estrella. Mirar la
vía láctea encima de una estrella confortable. Una clase de vida cósmica. ¡Ay,
somos tan insignificantes! Y hay seres tan caprichosos, absurdos y felices,
simplemente abstraídos en su estrella, cuidando a su flor y a su carnero.
Estaba
en esas –pensando disparates a diestra y siniestra–, cuando Lilian se despertó
estirando los músculos. Se incorporó en la cama y, haciendo con la mano de
visera, observó la estrella.
– ¿Qué
es…? –inquirió. La voz adormilada se trabó en un bostezo–. ¿Qué llevas en la
mano?
Dejé
que cogiera la estrella. La pasó por sus dedos sintiendo la textura. El
resplandor contorneaba sus senos y caderas. Como se demoraba en adivinar,
comenté:
– Es
una estrella; una de verdad. Para ti.
La
mirada se expandió dejando expectación y asombro explícitos. La sonrisa
enmarcaba la reacción deseada.
– Es
hermosa –susurró–. Es fantástica –y me besó con pasión.
El
aroma de su cuerpo me hizo imaginar la delicadeza de su carácter. También en
una tostada de pan y una taza de café. Pero me esforcé en recrear lo primero, y
corresponder su gratitud con otra caricia más conspiratoria. Me acerqué y besé
su cuello, saboreé el lóbulo de su oreja, absorbimos el aire entre nosotros con
un largo beso. Sofocados, nos separamos. Yo sabía que debía irse, pero en ese
momento, creímos soportarlo todo.
Me
abrazó y el olor de su cabello enredado fue un puñetazo a la nariz. No es que
tuviera algo raro. El simple roce desató la comezón y el moquillo. Enseguida, como
el escape de un motor, empecé a estornudar. El malestar había vuelto. Estornudé
tantas veces que el cuerpo parecía expulsar el alma entera y no mucosidad.
Entre los escopetazos de la nariz escuché a Lilian gritar. A medida que
estornudaba sentía empeorar. El dolor de cabeza invadía como el fuego arrastra el
trigal.
Cuando
conseguí mirar la recamara –se estornuda con los ojos bien cerrados–, fue
imposible hacerme con el contorno de los objetos. La vista se me turbaba. Era
una cortina nebulosa, como el vaho en la superficie del vidrio, pero más
ensombrecida. No veía ni siquiera bien. La cabeza daba vueltas, ligera,
descomprimida, se balanceaba encima de los hombros. Estiré los brazos buscando
a Lilian pero su ausencia me dejó caer en la cama. Más tarde, ayudado por un
esfuerzo supremo, divisé una sombra más oscura a diferencia de las demás, y
supuse, por la manera como ondeaba, que se trataba de Lilian. A cierta
distancia podría asegurar que estaba en el centro de la recamara. Y por su
movimiento, bailaba, ágil, sensual, bailaba un ritmo silencioso. Parecía
considerablemente feliz, y a pesar del grito perentorio de hace segundos, tenía
la impresión que bailaba con deleite. Llegué a escuchar el roce de su cuerpo. Deseé
bailar. Pensé en una canción que nos uniera. Una canción para los dos, secreta,
pero se me hacía duro recordar.
Lilian
se acercó, o la sombra que supongo era Lilian, se acercó, y sentí su carne
junto a la mía. La piel tersa y cálida y sudorosa me sujetó del antebrazo y me
levantó de un salto de la cama. No olía a nada. No podía oler ni siquiera el aliento
de su respiración contra mi mejilla. La nariz había dejado de ser un problema o
simplemente se desprendió de mi cara. ¿Y qué pasó con la estrella? Qué haga lo
que le plazca, me dije. Si quiere que la ponga de foco en el corredor. Lo único
que me ha dado es problemas.
Lilian
y yo bailábamos en el centro de la recamara. Dábamos vueltas despacio, y me
fijé que en el suelo aparecían reflejos confusos. Alcé la cabeza y abrí tanto
como pude los ojos parcialmente cegados. La apariencia resplandeciente de finas
luces, similares a luciérnagas en verano, se detenían en el aire. No tenían un trazo
determinado. ¿Tanto había estornudado? ¡Los ojos me ardían demasiado producto
del resplandor conjunto de las estrellas…! Volví a cerrarlos y tuve un miedo horrible
de abrirlos, empujado hacia un lugar siniestro donde la constelación se empañaba,
y luego, desaparecía por completo, como si yo mismo habitara un universo negro e
infinito, y absolutamente nada, ni siquiera las palabras de Lilian a mi oído, alumbraban
para mí.
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