A mis estudiantes de la promoción 2019, que hasta cierta medida han
hecho estos meses soportables; y especialmente a Daniela Mendoza & Johnny Bolaño, extraña combinación de casualidades y aprecio
invaluable.
Hoy me visitó la propietaria del
apartamento. Vino a cobrar los últimos pagos del alquiler. Me había retrasado
en varias cuotas, e incluso no contaba con el dinero completo del reciente mes.
La deuda no era escandalosa, ni el total de la suma daba para pegar el grito en
el techo. El problema es que soy docente de una escuela que no ha cancelado mi
sueldo (soy docente y tampoco es que el pago sea suficiente). Así que ya tenía
tres meses de atraso, y el saldo pendiente superaba los siete dígitos, por lo
que la propietaria decidió visitarme y cobrar la deuda en persona.
Tuve que haberlo sabido la vez que
hablé por celular con ella. Sí, le dije, no se preocupe, señora Aleida; este viernes le giro el dinero. Un
silencio se hizo del otro lado de la línea hasta que colgara. Habían pasado
cerca de treinta días luego de la llamada. Esto era lo que me había dado un
respiro con el alquiler: que el dinero debía consignarlo a una cuenta cada fin
de mes y llamarla para reportar el pago. Sin embargo, la espera y la paciencia
y su capacidad para entender cualquier demora llegaron al límite requerido.
Debía pagar la deuda. También estaba al corriente que un día al azar sería el
indicado para la visita. Y, como todavía no me habían pagado, cada jornada después
de la escuela, llegaba al apartamento con el terror en el pescuezo; o que al acercarme
encontraría los libros de la biblioteca, la ropa, los muebles y las colecciones
de comics en la acera. Se quedaría con la estufa, nevera y la lavadora –lo de
valor para un ser corriente–, que vendería a precio de pan para recaudar el
dinero.
A menudo sentía que los vecinos
conocían la situación, y funcionaban como mensajeros directos. La vieja tullida
de la esquina siempre me saludaba y en sus ojos cristalinos y sus huesos
cubiertos por una bata rosada, sabía que iba a encontrar un imperdonable
reproche. Este es profesor, seguro se
decía así misma, y no ha pagado el lugar
donde vive; ¡qué se dejará para sus estudiantes! Debía agregar al
saludarme. El panadero enfrente del apartamento era otro más de una larga lista
de chismociadores.
Dada las circunstancias decidía cerrar
puertas y correr las cortinas, ubicar el mullido mueble verde detrás de la
entrada –nunca se me dio por cambiar la cerradura, y la propietaria poseía la
llave original del apartamento–, haciendo una trinchera inexpugnable para
esconderme. Esta era una preparación digna de una batalla prolongada. Por el recodo
de la ventana que estaba en la parte delantera de la terraza, vigilaba si la
señora Aleida aparecía calle abajo. Si aparecía similar a esos buques fantasmas
de las aventuras de piratas y corsarios, a punto de reventar la costa con sus
mortíferos cañones.
Así que no hubo sobresalto ni sorpresa
cuando la señora Aleida vino a cobrar el alquiler. La reconocí a la distancia. Recién
entraba al apartamento. No tuve tiempo ni de quitarme el morral. Todo era
producto de una conspiración para hallarme en casa. Me estaban pasando a lista.
La hora de llegada y la de salida, si traía o no alguna visita, que si se me
veían gastar dinero en el mínimo detalle menos en pagar la deuda. Una cantidad
de comentarios desacertados que de una u otra forma dejaría presumir la
propietaria.
Debían ser las 1:50 de la tarde, y ni
pude almorzar. Traía el estómago colgado de la garganta, y solo logré pensar en
una estrategia para evitar la charla del arriendo. Lo primero era aceptar que
ya sabían que estaba en casa. Lo segundo fue encender las luces de la sala,
pasillo y quedarme en mi habitación. Que pudiera observar a través del
cortinaje delantero que no intentaba esconderme. Que imaginara otra cosa. Tal
vez que me había quedado dormido producto de la larga jornada en la escuela
(cosa cierta, por cierto), y que iba a resultar muy complicado atenderla. El
plan urdido incluía una tanda casi ininterrumpida de golpes en la puerta y al
timbre eléctrico –recé para que olvidara la llave maestra–, pero Aleida se
cansaría y terminaría por aceptar lo inevitable. “Este hombre tiene el sueño
insondable y ni un pandemónium en el tejado podrá sacarlo de ahí”. Guíe de tal
manera mi pensamiento que había, a mi parecer, anticipado el mayor número de
posibilidades.
Tomé el recipiente de icopor donde
estaba la comida –que no era el almuerzo, pero que en la mañana, Johnny B., mi
estudiante de último año, me lo brindó para desayunar, y que había guardado
hasta las horas de la tarde para no irme
en blanco en el resto del día–, y me fui a la habitación.
Los golpes en la puerta empezaron a
la brevedad. Luego el timbre eléctrico, y el compás de ambos en una melodía
insoportable. Me había sentado al borde de la cama, me quité la camisa y la
tiré hacia el ropero en la esquina opuesta, encendí el ventilador,
disponiéndome a almorzar. En la puerta la señora Aleida iba y venía hablando
sobre leyes y desalojos forzados. Destapé el recipiente de icopor, contemplando
la comida con los ojos muy abiertos. Presas de chicharrón picado en cuadros y
yuca cocida, ya un poco más blanda por el tiempo que duró guardada. No había
comido en todo el día. En una que otra oportunidad robaba una golosina o un
mecato de plátanos verdes a un estudiante desprevenido, aludiendo a que no
podían comer en clases, que simplemente compartiera. Pero considerarlo como
comida era impensable. Incluso me lastimaron el estómago en varias ocasiones. No
tienen idea la detonación que produce una golosina de estas en el vacío de café
y agua fría que era mi estómago por las mañanas.
Los golpes en la puerta distaban de
cesar. El timbre estaba cerca de zarandear el apartamento. Sin embargo, la
comida producía un sosiego insondable; una especie de gratificación que
enardecía el momento. Masticaba lento, despacio y disfrutaba cada pedazo de
carne. No cabía espacio para apresurar nada… Los días en la escuela habían sido
duros, ásperos e iban volviéndose infatigables. Los otros docentes tampoco
querían trabajar. Iban por la premonición de que ese día sí pagarían. Volvían
al siguiente, y se repetía el desenlace. Nunca pagaban. Ya se contaban meses, y
cada quién se disponía a ir dejando sus responsabilidades a un lado. Nadie se mataba ni se esforzaba. No había ninguna
intención real de hacerlo. Esta atmósfera de desdén, fatiga y desánimo progresando
por los pasillos de la escuela, crujiendo por las paredes, y temblando en las
pizarras de acrílico de los salones, también era percibida por muchos
estudiantes. Ambos bandos lo sabían. Tarde o temprano las cosas no terminarían
bien.
Así que cuando entré en el salón de
los de último año ya conocía perfectamente la situación. Había observado varias
clases a través del vidrio de la puerta de entrada. Observando de paso, como
quién no desea ver más de la cuenta. Estudiantes que iban y corrían por el salón,
gritaban, se golpeaban y reían. Más tarde me enteraría que el docente de Física
había comentado la cuestión del salario. También que se le habían reído con
sorna y vilipendiaron su profesión. (Sin quererlo –o tal vez sí–, expuso a
todos). Así que cuando entré en el salón ya conocía lo que iba a encontrar. Arrastraba
hambre, cansancio, la deuda del alquiler, y el ruido de mi estómago amenazando
con explotar. Y así, por encima de todo, debía mostrar interés y dar la clase. Entré
en el salón. Los estudiantes me observaron y se sentaron en sus asientos. “Menos
mal que aún me respetan”, pensé. Coloqué el morral sobre el pupitre y caminé
hacia el fondo en silencio. Me adosé a la pared y miré la pizarra acrílica: apuntes
de otras clases borrados a medias, y una fecha que databa del mes anterior. No
pretendía borrar nada. Quería pasar la siguiente hora tranquilo, que el
estómago no se alterara. Recordé el material fotocopiado para ensayar la prueba
de Estado. Hice que lo sacaran y leyeran. Los asientos ya estaban alineados a
lo largo. Nadie debía conversar o estar haciendo otra cosa que leer los textos
de las copias. Caminé al pupitre y me senté hincando los codos en la
superficie. Los estudiantes estaban en sus puestos, creaban la idea que leían,
pero estaban quietos. Cerré los ojos y froté mi cabello y mi rostro. Luego
empecé a rascarme los parpados hasta que sentí que estaban enrojecidos. Quería
salir y lavarme la cara. Alejar el enrojecimiento y el sueño. Más acá de los
pasillos se oían voces maldicientes y gritos estrepitosos, y cómo arrastraban
las sillas por los salones. La mitad de los docentes se ausentó a trabajar, y
la escuela estaba a la sazón de los estudiantes. El pronóstico estaba abierto a
cualquier desenlace. Luego fue el golpe en la pared vecina. Un golpe
contundente parecido al lanzamiento de un objeto muy pesado –tal vez un par de
sillas o los morrales atiborrados de cuadernos y libros–, direccionado a la
pared lateral. Había pasado de prisa. Se escucharon las voces que se fueron
apagando repentinamente con los murmullos, y los lamentos de un adolescente que
alegaba y reprochaba. No me atreví a salir y mirar qué había pasado. Estaba muy
cansado, y los espasmos en el vientre arreciaban. Solo los estudiantes que
cuidaba empezaron a reír, a predecir el acontecimiento con risas y una que otra
vulgaridad incomprensible. Conversaban y discutían como si hubieran estado presentes
en el salón de al lado. Me levanté del asiento, me recosté en el pupitre, mirándolos
hablar. Movían sus bocas como si estuvieran desencajadas de sus mandíbulas, se
señalaban y reían a risotadas desesperantes. Había en sus gestos una señal que
me extenuaba. Era como si ya no me importara lo que pudiera ocurrir con alguno
de ellos. La idea me turbó igual a un malestar general de fiebre. Sentí que el
ojo izquierdo palpitaba, y el cráneo se contraría como un globo desinflado. Podía
tener o no la razón de lo que producían en mí, y no se trataba de sus chanzas y
comentarios; se trataba de la fatiga de los últimos meses reunidos en un solo
instante. Los meses sin salario, y las deudas, la precariedad de la comida, y
la vieja Aleida sonando sus gruesos nudillos contra la puerta del apartamento. Entonces,
se juntaron tantas cosas en un mismo punto, y no pude menos que explotar. Ante
su habladuría mi voz fue una alarma de fuego. Una vociferante llamada de
atención y a la vez, un grito, violento, urgente, que se propagó por sus
rostros, como las muecas de asombro de las viejas muñecas de porcelana.
Callaron. Estaba recostado en el pupitre. También yo los vi por un lapso breve.
Vi la mirada de Daniela, la joven que se ubica en los primeros puestos, y que
duerme en las clases más aburridas, y que conmigo no parece simpatizar por su
soberbia y su carácter testarudo, e inocentemente solo la hacen más interesante
de lo que ella misma ignora ser. Tenía el ceño fruncido, y a través de sus
gafas de montura lila, además de emerger una rabia incorregible, también
emergía la aridez de la decepción. En cierta medida la había lastimado. Ahora
sí quería huir del salón. Restaba una disculpa, pero la dejé a un lado, porque
en ese momento fue preferible vivir con su desprecio, a cambio de contar lo que
había originado tal reacción. Agarré el morral y abrí la puerta para salir. En
diez minutos repiquetearía el timbre del cambio de clases, y ningún trabajo
académico se hacía como para durar más tiempo ahí. Todavía sostenía el pomo de
la puerta, cuando Johnny B., me retuvo por la correa del morral.
–
Profe,
Espere –dijo.
Volteé, me encogí de hombros, señaló
su morral en el asiento, y añadió:
–
Espere,
no se vaya.
Estiró las amarras del morral, y sacó
una bolsa blanca transparentada por el vapor de la yuca que se había condensado
dentro, y desprendía un olor humeante y delicioso. Levantó la bolsa a la altura
de mi cara. Dijo:
–
Le
compré desayuno.
Agradecí, y tomé la bolsa. Contenía
el recipiente de icopor. Perdí los estribos, y me sentía arrebatado por una
honda perplejidad, porque después de lo sucedido no era digno del gesto de
Johnny B. y de ninguna estima. Salí al pasillo y deseaba también salir de la
escuela. No tener que volver a pisar los salones y dedicarme a otra cosa.
Cualquier otro tipo de trabajo. Uno donde pudiera mantener la serenidad, y contuviera
a la señora Aleida cada mes sin tardanza. Que la tuviera lejos de la puerta de
la calle y del timbre eléctrico. Ya no podía seguir escondido. Tal vez derribaría
la puerta, me sacara a patadas, y no tuviera nada que objetar a su decisión.
Mastiqué el último pedazo de carne magra que había apartado para el bocado
final, lo junté con un pedazo de yuca, y lo ingerí, levantándome de la cama. Apagué
el ventilador. Me vestí con un suéter liviano, y me dirigí hacia la puerta de
la calle. Descorrí las cortinas de la ventana delantera y abrí la puerta. El
calor de la tarde entró con un resplandor cegador. El sol golpeaba directamente
la terraza. Acomodé mi mano de visera, entrecerré los parpados y miré a la
señora Aleida en la panadería al otro lado de la calle. Bebía gaseosa de
manzana y hablaba con el panadero. La llamé por su nombre completo, y volteó, y
me vio saludándola con el brazo levantado. Indiqué que se acercara. No sabía
qué excusa iba a dar. A menudo, y solo a veces, es necesaria la verdad: y en la
escuela todavía, hoy, ante la tarde sofocante, no habían pagado, y sí –por
imposible que pudiera parecer–, aún no lo han hecho, pero dijeron que mañana
con seguridad, y que tampoco sería así de esa forma, y ahora mismo necesitaría
mucho más que el pago del alquiler para sobrevivir, sinceramente. No me
disculparía, y no me importaba si no era la respuesta que la señora Aleida
venía a escuchar. No me interesaba en absoluto, porque los chicharrones con
yuca me habían llenado, y limpiaba con la lengua los residuos en las encías; el
sabor inundaba cada espacio de mi boca, y no estaba seguro si merecía tanta
fortuna.
Cartagena de
Indias, Julio 2019
Autor: Hernán Grey Zapateiro
Portada: Paul Klee
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