El
encierro me ha sumido en un estado por momentos casi catatónico de reflexión.
He descubierto que fijando la mirada en un solo punto y dando rienda suelta al
pensamiento puedo construir una burbuja invisible que me aísla del sonido
exterior; de los vecinos, los autos, los vendedores, la música, las obras, los
animales.
Seguramente
me encontraba leyendo algún pasaje de alguna novelucha olvidada cuando me quedé
absorto en un punto de la hoja. Por algún pasaje o por algún recuerdo, me
trasladé a la Grecia Antigua, a aquel episodio en el que Alcibíades, el sobrino
de Pericles, es acusado de cercenar a los Hermes, unas estatuillas fálicas que
los atenienses colocaban en la entrada de sus casas como amuletos. Según sus
adversarios, el “bello” Alcibíades (favorito de Sócrates) se emborrachó y
mutiló el falo erecto de las figurillas, lo que mucha gente juzgó como una
profanación.
Estaba
yo sumido en aquella secuencia de hechos cuando una serie de campanadas me sacó
de mis meditaciones. No eran campanadas habituales, eran más fuertes y
continuas. Esperé unos segundos a que terminaran y nada, me parecieron
excesivamente largas. Tanto, que me acerqué a la ventana para ubicar de dónde
provenían. No pude ubicar el templo, pero las campanadas seguían, con un tañer
poderoso y llamativo.
Subí
al segundo piso y entonces una torre, gruesa, gris, vieja, algo lejos, diez o
doce cuadras, que nunca había visto. Tampoco es que me haya fijado en los
templos de la zona. Por un momento me pregunté si estarían “afinando” la
campana. Pero me pareció una idea muy peregrina. Por fin había terminado la
secuencia y me quedé pensando si eso se haría continuamente, pues, como he
dicho, no lo había oído antes.
Bajé
a comer algo y justo estaba en la sobremesa, discutiendo con mi hermana las notas
de la política nacional, cuando comenzó el sonido otra vez, más fuerte todavía,
el tan-tan-tan, pesado e imponente, extendiéndose por la atmósfera y el tiempo.
Suspendí la charla y me dirigí a la puerta en un impulso irracional, dominado
por una mezcla de ira y curiosidad. Algo me dijo ella, pero no la escuché,
simplemente salí a buscar ese templo, esa torre y ese instrumento.
No
fue difícil llegar, las campanadas no paraban. No exagero si digo que fueron
series de dos o tres minutos, una tras otra. Se reforzó en mi cabeza la idea de
que se trataba de una instalación, de una prueba de sonido.
Doblé
una esquina y me topé con el templo a la distancia, en el final de la calle,
que justo ahí cerraba, a un par de cuadras de mi ubicación. La fachada se me antojó
neogótica, pero no reparé en los detalles.
La
verja estaba cerrada, igual que el portón de madera. Pero la torre, que estaba
realmente separada del resto del templo, tenía una portezuela abierta. La
campana ya no sonaba, así que deduje que pronto vería salir por ahí al
campanero.
No
me equivoqué. Un hombre demasiado alto, delgado, con ropas viejas pero limpias,
manos largas y curtidas se agachó para salir de la torre. Me miró y le hice
señas. Sin que fuera necesario gritarle, se acercó.
-Buenos
días -me dijo, inclinando un poco la cabeza.
-Hola,
buenos días, es usted el campanero, ¿verdad? Sólo quiero preguntarle por qué
tantas campanadas ¿qué pasa? ¿Está probando el instrumento?
-No,
es el sonido normal, para este día y para esta hora- contestó, con un tono
condescendiente y quizá un poco burlesco.
-Pues
no lo creo, nunca había escuchado tantas campanadas en este día y a esta hora.
Vivo aquí cerca y hay muchos templos, ¿no será que se está equivocando?
-¿Sabe
usted algo de campanas?, Yo no sé de los demás, pero aquí en este templo se
cumple con lo establecido desde siempre.
-No,
no sé de campanas, no soy creyente y no voy al templo, pero sí vivo aquí e
intento hacer mis actividades. La campana ha llegado a molestarme.
-El
sonido de la campana es para todos, no sólo para los creyentes.
-Pues
es un abuso- dije con molestia- hace sonar la campana como si sólo la oyeran
los católicos. Deberían tener otras formas para comunicarse con sus fieles sin
que se moleste a los demás. Sus prácticas no son laicas, violan los derechos de
los que no pertenecemos a su iglesia.
-Si
así lo quiere pensar, está bien. Pero, ¿qué va a hacer? ¿Va a pasar esta reja y
destruir esta torre? Aquí hay algo más grande y poderoso que usted y que cualquier
individuo. Es algo que no comprende ni conoce. Y que tampoco podrá jamás
detener. Pero mire, no se enoje, lo invito a pasar para que vea más de cerca la
torre. No lo puedo invitar a ver la campana, no es nueva, ha estado aquí por
muchos años, sólo que no funcionaba. Está en reparación.
Dudé
un momento, pero la curiosidad me ganó así que acepté, aunque a decir verdad él
tomó la iniciativa y había abierto la reja. Pasé me saludó amablemente y me
indicó por dónde caminar.
-Es
una torre interesante -dije, maquinalmente.
-¿Por
qué lo dice?
-Tiene
relieve, arte en piedra, no es lisa. Además, parece representar figuras
humanas.
-Acérquese
para que vea mejor.
No
lo podía creer, desde lejos la torre sólo era una masa gris, pero de cerca, en
sus cuatro caras, podían verse figuras desgastadas, pero aun visibles. Había
caballos, varones y mujeres, leones, vi una garza, parecía una escena del
campo, con rebaños, árboles, patos, no pude percibir el conjunto.
Me
llamó la atención que muchas de las figuras humanas, o todas, portaban algo en
sus manos, pero no se veía muy bien. Fijé más mi mirada y noté que se trataba
de una especie de instrumento, como campanillas.
-¿Qué
es lo que tienen en las manos? -inquirí.
-Son
tintinabulla, ¿ha escuchado sobre ellos?
Mis
conocimientos de latín me permitieron concluir que se trataba de una palabra
neutra en plural, cuyo singular sería tintinabullum. Con un poco de vanidad, le
contesté:
-No,
no sé del tintinabullum, ¿qué representa?
-Son
símbolos fálicos de la Antigua Roma, se colocaban afuera de las casas, como
ahora los adornos chinos que suenan cuando alguien abre la puerta. Si se fija
bien, las campanillas tienen forma de pene.
-¿Y
qué hace un símbolo fálico en una torre de un templo católico? -pregunté, con
cierta acidez.
-¿Le
sorprende? Es un símbolo, la torre entera es un tintinabullum, aunque, como ya
sabrá, habría que llamarle de otra manera, pues en latín esa palabra indica
algo pequeño, es un diminutivo.
-Bueno,
sí sé eso del diminutivo, pero mi pregunta sería por qué el catolicismo tiene
esta gran tintinabullum, un símbolo pagano y además fálico.
-Tendría
que informarse -me espetó, casi groseramente.
-¿Y
cómo podría yo informarme? -le contesté, casi con menosprecio a su calidad de
campanero.
-Podría
comenzar con “De Tintinnabulo” de Percichellius o con “De campanis
commentarius” de Angelo Roca. En francés, podría consultar “Essai sur le
symbolisme de la cloche” o “Traité des cloches” de Thiers. Ahora que, si
prefiere el castellano, una obra básica es “Historia y teoría del simbolismo
religioso” de Aubert.
-Parece
que sabe mucho de campanas y su significado.
-Es
mi profesión, que fue también la de mi padre, la de mi abuelo y mi bisabuelo.
¿Cree usted que la campana es sólo para marcar la hora? La campana da un
mensaje más allá de eso, convoca, reúne, mantiene la unidad de una comunidad,
crea una atmósfera común, determina el ritmo de la rutina, sus tonos pueden
tranquilizar, pero también movilizar, puede alegrar o puede sumir en la
ansiedad.
»
Cuando usted recuerde cualquier lugar, tendrá en su memoria el sonido de la
campana. Cuando la escuche, revivirá la esencia del sitio en que se encuentra y
al que quizá volvió después de muchos años. Las campanas son la voz no del
templo sino de un barrio, un pueblo, una ciudad.
»
El sonido de las campanas es atemporal, es el elemento eterno en medio del
movimiento de las épocas. Todo puede cambiar alrededor, pero la campana seguirá
ahí, por décadas y siglos. El fiel la escuchará desde la cuna y quizá sea uno
de los últimos sonidos que escuche al morir.
»
Las campanadas se esparcen para todo mundo, pero a la vez conectan con la vida
particular de cada quien. El mismo sonido genera diferentes experiencias, cada
ser humano lo asume, lo interpreta, lo relaciona consigo mismo, lo incorpora a
su vida.
»
Para el que está feliz, la campanada es un dulce y alegre acompañamiento. Para
el taciturno es, tal vez, la hora de asomarse a la ventana por la tarde, para
ver los últimos rayos del Sol. Para el enfermo es la compañía, el beso en la
mejilla que reconforta. Para el que tiene fuego en el pecho es la inspiración a
crear, a combatir, a actuar».
Me
quedé muy serio escuchándolo, no dije nada. Cuando sentí que había terminado,
lo miré y asentí con la cabeza.
-Lo
que expone no lo había pensado nunca, ¿tiene alguno de esos libros que me
recomendó? – le pregunté, vencido por su retórica.
-Claro,
deme un momento – me contestó, sin dejo de soberbia.
No
se demoró, entró a la torre, que supuse que también era su casa, y salió con un
ejemplar encuadernado en piel, sin portada ni título y hojas cortadas con un
abrecartas, es decir, antiguo.
-Éste
es el libro de Percichellius que le mencioné, como sabe latín, no tendrá
problemas con él.
Lo
tomé, le agradecí, lo saludé y me fui. Cuando volvía a casa, a medio camino,
escuché tres campanadas, limpias, solitarias, sonoras, confiadas. Miré mi
reloj, no era ni el cuarto, ni la media, ni los tres cuartos ni la hora.
Lo
tomé como una despedida.
Autor: Julio Macott
Portada: Egon Schiele
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