Como las fiestas,
las revueltas, no pueden ocurrir
todos los días –de
otra forma no serían “extraordinaridad”.
pero tales
momentos de intensidad dan forma y sentido
a la totalidad de
una vida.
Hakim Bey
Todos en Yellow Hell y
sus alrededores habían escuchado acerca de la Parranda Clandestina. Desde los
cerdos motorizados hasta las lagartijas con sus carretillas de reciclaje, desde
las viejas iguanas elitistas en sus balcones coloniales hasta los sapos que
cantaban en los semáforos a cambio de una moneda. Todos habían escuchado o
repetido algún chisme sobre ese grupo misterioso que armaba verbenas itinerantes
y alucinantes en los lugares más inesperados y peregrinos de la ciudad. Los
habían ascendido a leyenda urbana para quitarles credibilidad y que la gente no
interfiriera en lo que el Pavo Morado llamaba una inevitable “atrapados en
flagrancia contra el orden y las buenas costumbre”. El Pavo-Alcalde tenía entre ojos encerrarlos
en el calabozo porque había escuchado que esa “pandilla de maleantes” pensaba
que su proyecto de cortar árboles y llenar la ciudad de canchas y pavimento,
era la máxima muestra de la ignorancia, la corrupción y la estafa. Los
consideraba sus enemigos, pero no tenía idea de quienes eran esos que cada vez
más el imaginario popular iba relacionando con heroísmos y “aventuras
anti-establishment”, como dijo en algún momento un ocioso Sabio de la Colonia
con cara de sapo y boca de babuino.
Su líder era el
corpulento Oso Hormiguero Marrón que escribía poemas anarquistas y manipulaba
el cuchillo con la velocidad arrolladora de los vendedores de pescado de la
Ciénaga de las Quintas. Según, tocaba el tambor con maestría y marcaba la
invitación sonora para el inicio del festejo. Como todos los chismes en las
ciudades, los pueblos, las veredas y los caseríos del Caripe, el asunto sobre
los parranderos había empezado en alguna reunión o velorio en el que los
animales inventaban cualquier cuento para amenizar las infinitas nueve noches
del muerto o porque simplemente siempre había gente que se ponía mal si no
soltaba un peñón o contaba algún cuento que les convirtieran en el centro de
atención por unos minutos. No importaba la exageración del cotilleo, entre más
extravagante y entretenida fuera la calumnia, más acogida tenía entre los
chismosos y más fácil era la circulación de boca en boca, de pico en pico y de
hocico en hocico.
La Parranda Clandestina
era colosal y desde que había empezado su renombre la gente sentía que en sus
fiestas se encontraban los miembros de la pandilla, como si cada fiesta en Yellow
Hell fuera una extensión múltiple y orgánica de esa gran francachela de
rebeldías y gestos contra el orden convencional. Lo que a nadie le cabía duda
del chisme era que dentro de esa gente no había ni medio Sabio de la Colonia,
ni un poquito de ciudadano piel pulpa de guanábana, ni un céntimo de extranjero
filántropo gentrificador. Había espacio para dudar de la salvación del Infierno
Amarillo, pero no había titubeo en los tragaderos al cantar la legitimidad y la
presencia de las pieles color Coca Cola, los cueros color jugo de tamarindo,
las cabelleras de estropajo colgantes, bejucos y enredaderas de andén, que
conformaban la “Verbena Anarquista”, como les llamaban los chanceros y los mototaxistas,
dos de los gremios populares más chismosos y poderosos del Gran Corral
Amarillo.
También había un Cangrejo
Azul regordete que pintaba murales en las paredes de edificios olvidados de La
Matuna. Como según había prestado el servicio en el ejército, era experto en
armas, pero sentía más predilección por los chopos porque al dispararlos
ripiaban la carne de los maleantes y del que se atreviera a salirle con cuentos
chinos y calumnias. Era un buscapleitos, un artista de brocha gorda, amigo del
pintor más salvaje de la escena cotidiana del Caripe Underground, Guillermo “El
Loro” Naif. El Loro nunca desmintió si conocía o no al Cangrejo Azul, pero
cuando estaba borracho contaba que no había mejor guitarrista que el “Cangrejo
Ñoño”, haciendo referencia a la desmedida gordura del crustáceo.
Los cerdos motorizados
buscaban debajo de las piedras y llegaban a cada picó de chancleta, porque les
habían prometido una bonificación si atrapaban a los miembros de la Verbena
Fantasma, otro de los calificativos que les había dado un periodista
neoyorquino que había escuchado el cuento de pasón en una mesa de frito, una
noche en la que por primera vez probaba la ardiente exquisitez de una arepa de
huevo que le mostraba la lengua de yema que le salía por uno de los costados.
El tipo escribió un breve artículo en un medio de su país en el que opinaba lo
maravilloso que le parecía ese mito urbano de un grupo de artistas que se
reunían a tocar y recitar diatribas contra todo Yellow Hell. En ese artículo
los llamaba La Parranda Infinita,
referenciando a La broma Infinita,
una novela de la que se decía fanático. Ese artículo recrudeció la ira del Pavo
Morado porque no era sobre él y su gestión de cemento sobre la que se escribía.
Entonces el alcalde ofreció bajo cuerda, catorce millones de pedos al policía
que por lo menos le llevara a uno de los integrantes de la “pandilla de
pulgosos desadaptados”.
Otro miembro era el
Alcatraz Gris, un teatrero que había prendido fuego al Teatro de Antaño, el
viejo caserón donde se presentaban las obras escritas por el Loro Senil que
había sido presidente de la Nación catorce veces y había escrito el himno que
sonaba todos los días a las 6 de la mañana y a las 6 de la tarde. Contaban que
había incendiado el teatro porque las Palomas Marrones se habían atrevido a
decir que las obras dramáticas de Ñuñi Portón eran mejores que las piezas de
Artaud, Ionesco y Beckett, unos cocodrilos siameses que experimentaban con un
teatro que te sacaba las tripas mientras llorabas o te cagabas de risa. Aunque
ese cuento sobre el Alcatraz Gris sonaba rebuscado precisamente porque era muy
complicado que un chancero o un mototaxista supieran quién demonios eran esos
cocodrilos.
Entre los músicos moñeros
rondaba el rumor de que la invitación a la Parranda Clandestina llegaba en
sueños con indicaciones precisas del día y el lugar del toque. Nunca se pudo
confirmar tal cosa, pero todos aceptaban que se morían por la oportunidad de
tocar sus guitarras, sus tambores, sus violines, sus guacharacas o cualquier
otro instrumento en la fiesta profana.
Entre los parranderos
estaba la Golero Azabache, una cantante bullerenguera con una voz prodigiosa a
la que los músicos del grupo admiraban y llamaban “La Negrita”. Era una vieja
bebedora de ron que en su juventud había sido modista y había remendado los
pantalones y las polleras de todos los animales marialabajeros para poder
pagarse una carrera universitaria que no pudo terminar en la Universidad
Amarilla de Yellow Hell. El poeta y tamborero la descubrió cantando entre el
bullicio y el desorden un enero en las corralejas de Sincelejo. Cuando la
veterana vio la corpulencia y la fuerza en su mirada, soltó una carcajada y le
dijo “Oye animalón, si así como tienes el hocico tienes el garrote, no me
imagino una noche de pasión”. El Oso Hormiguero Marrón la miró con sorna y le
contestó: “Negrita, de hoy en adelante beberemos nuestro propio ron”.
Mileto Caro pensaba que
la Parranda Clandestina estaba en todas las fiestas en las que los cuerpos y
las almas afrontaban la crudeza de la vida: camuflados en un picó en san
Francisco o en Olayita, bailando en una caseta en lo más profundo de Arroz
Barato, cantando en una terraza en El Pozón o en un garaje juvenil en
Zaragocilla o en un kiosco en Playa Blanca o tirando pases salseros un domingo
en Blas de Lezo, Torices y Canapote. La fiesta estaba viva y todos eran sus
representantes sin importar que nunca hubieran tocado un tambor o tocado las
palmas. Todos los ritmos eran manifestaciones clandestinas de la parranda
definitiva, la fiesta sin estratos sociales ni colores de piel: la danza de la
muerte. Ahí hasta los gusanos tenían sus propias concepciones del ritmo y del
florecer de la vida. Pero esas solo eran meditaciones de Mileto, a muchos de los
animales del Corral Amarillo no les interesaba otra cosa que verlos como músicos
cumbiamberos sinvergüenzas, gente peligrosa con guitarra, navaja, pleito y ron.
En una ocasión en que un
empresario hipopótamo organizó un festival de bandas de metal, punk y rock
alternativo del Caripe, se especuló que la Parranda Clandestina haría acto de
presencia, aunque a los parranderos se les asociaba con otra clase de ritmos.
En el cartel de invitados se encontraban Garaje de putas, La Mueca, Provincia
de trapo, Cigarrillos CarniBaal, Vericueto 5, Los Manoplas, Detritus de
Mamonal, Las Champemetalicas, Garrapata Olayera, Lixxxiviados, Proyecto
Burbuja, Placenta Divina, Avernus Cacas y Manifiesto Chambacú. A las nueve de
la noche cuando el sudor, los pogos y las risas estaban en un incomparable
paroxismo juvenil, se presentaron los cerdos con sus revólveres, sus garrotes y
sus antorchas, alumbrando la cara de todos, buscando algún sospechoso. La
jauría estaba indignada porque sabían que estaban ahí no por la nube de
marihuana que flotaba sobre sus cabezas y que en otro momento hubiera sido
motivo de ataques, sino con la intención de encontrar y arrestar a cualquiera
que se les pareciera un integrante de la Parranda. Entonces les abuchearon y
les lanzaron colillas de cigarros prendidas y latas de cerveza. Furiosos por la
frustración de no encontrar lo que estaban buscando, golpearon a todo el que
estuviera cerca y ordenaron al empresario terminar el evento si no quería que
lo metieran en el calabozo con una patada en el culo. El hipopótamo agarró el
micrófono y pidió a todos no meterse con la ley, pero fue en vano, los músicos
siguieron tocando sus guitarras y el público excitado armó un pogo monumental
en el que arrastraron y pisaron a los cerdos, que jamás habían danzado al son de
notas que no fueran de chancleta, narcocorridos y vallenato llorón. El
estropicio fue tal que les tocó llamar apoyo, lo que terminó haciendo trizas el
escenario y un montón de animales corriendo a esconderse en los alrededores por
lo insoportable de los gases y los revólveres apuntando (todos los animales de
Yellow Hell sabían que los cerdos eran gatillo flojo, animales nerviosos sin
corazón, dispuestos a exterminar la vida si les era conveniente).
Fueron muchos los heridos
y los encerrados en el calabozo. La situación se le había salido de las manos a
los cerdos, hasta el punto de que, al día siguiente, la Vaca Verde, uno de los
animales más influyentes y peligrosos del Corral Amarillo, pidió explicaciones
públicas al Pavo Morado. Esa misma madrugada en un lugar indeterminado de la
Popa, entre la agreste vegetación, sonaron los tambores. No fue un sonido
cualquiera, fue un retumbar que se escuchó en todos los rincones de Yellow
Hell. No hubo isla, barrio y corregimiento del Corral Amarillo en el que no
escucharan las percusiones y el frote de las guacharacas, como una melodía
fúnebre y furiosa. La canción era una denuncia por la crueldad de los cerdos
motorizados y su máximo líder, el Pavo Morado.
A esa hora muchos se levantaron
a escuchar y grabar con sus celulares el sonido, la evidencia de que la
Parranda Clandestina estaba ahí, revelando su existencia, pero sin mostrar la
cara de sus músicos, para evitar la creación de mesías y caudillos que luego
fueran corrompidos y manoseados por los Sabios de la Colonia, que tenían como
único fin figurar en cualquier acontecimiento que escribiera sus nombres en los
anales de la historia.
La negrita cantó con el
poder que concede la tristeza y la rabia a las almas atropelladas por el destino.
Como una convocatoria al pasado y a los ancestros, la voz ronera de la Golero
Azabache se expandió por el viento cargándolo de una calidez que no tenía que
ver con el calor que hacía sudar. Era más bien el fuego de la memoria alrededor
del cual todos los animales siempre quedaban atónitos con la mirada perdida, mirando
pa' dentro, mirando en las sombras. La letra de la canción era simple, un juego
improvisado que invitaba a gozar la vida, casi un chiste contra las
imposiciones de ese orden impuesto durante siglos por emperadores, reyes,
gobernadores, presidentes, alcaldes, capataces, sacerdotes, capitanes, pastores
y todo aquel que tuviera un rango o una envestidura de poder.
El
Pavo Morado con el moco hinchado por la furia y la vergüenza, esa mañana pidió
disculpas a regañadientes en una rueda de prensa y decretó la prohibición de
bailes, toques y aglomeraciones sin los permisos reglamentarios. La decisión
fue tomada con burla por los animales, porque cualquier decisión que impidiera
el baile, era una locura en una ciudad de la que los viejos decían que se
sostenía porque los animales podían bailar y burlar la muerte a punta de
zapateo y movimientos corporales que imitaban todo lo existente. Cada vez que
los cerdos llegaban a apagar la fiesta, todos los bailadores en el silencio de
los equipos y los parlantes silenciados cantaban en coro “Chicharrón de puedco
y sancocho e' pavo”, recordando un pedacito de la canción con la que la
Parranda Clandestina le reveló aquella madrugada a todo Yellow Hell que no eran
un mito urbano y que seguirían bebiendo, tocando y bailando.
De las grabaciones que se
hicieron esa madrugada en la que la Parranda Clandestina tocó sus tambores, se
rescataron varios audios y un productor que prefirió permanecer en anonimato,
montó una pista que empezó a sonar en Radio Yamulemao y Radio Chancleta y de
ahí en todas las fiestas de la ciudad.
La letra de esa canción
permanece en la memoria de los parranderos de Yellow Hell…
Yo llevaba un
batallón
Y mi tambor se
reveló
A los que vengan les
digo yo
Que este canto
tiene sabor
Si lo que quieres
es rebelión
No te asomes al
paredón
Que el difunto ya
revivió
Y lo que quiere es
beber un ron
Esta negrita tiene
razón
Y te lo dice de
corazón
La guacharaca
marca el son
Como las quiera
las quiero yo
No hay pareja para
el temor
El que se calle ya
se murió
Necesitamos es un
gran velón
Para quemar este
cagajón
Oye negrito ven
dame amor
No me digas esta
noche no
Que yo me muero
por tu calor
Ven y destapa ese
botellón
Oye el ritmo de mi
tambor
La gente ingrata
ya se marchó
Agua panela con
buen limón
Pa' refrescar este
parrandón
El amarillo se
reveló
Y está creciendo
como una flor
El cementerio y el
murallón
Lo están mirando
con devoción
Y ya despido este
gran cumbión
Porque se viene la
matazón
Con cachiporra y
sin vacilón
Jodiendo todo con
su cañón
Chicharrón de
puedco
Y sancocho e' pavo
Chicharrón de
puedco
Y sancocho e' pavo
Chicharrón de
puedco
Y sancocho e' pavo
Chicharrón de
puedco
Y sancocho e' pavo
Autor: El Señor Underground (QöXaHöMN)
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