LIDIA DOLORES



Mientras los gallos cantaban, en el preciso instante en que abría los ojos, Pepe supo que sería su último día. A un extremo, Lidia Dolores desprendió la cortina de la ventana, espantando el oscuro tufo de la noche con sus arengas mañaneras y su tosedera vacía. Pepe se sentó en la cama. Pensaba en un tipo, el cual abordó en algún callejón que ya no recordaba, ni recordaba el por qué lo afrontó. Fue rápido, solo jaló el gatillo; ya estaba acostumbrado desde muy joven. Especulaba muy internamente, casi como a regaña dientes cómo nadie le había enseñado a lidiar con sus emociones sin reaccionar completamente inconsciente al incendiarle.
Los rayos del sol le dificultaban la vista. Intentó calmarse pensando en algo gracioso: en el tío que se cayó borracho en pleno quinceañero, en los zapatos de marca que había conseguido ayer, en la tía Prudencia que había proferido gritos por toda la cuadra porque una cucaracha se la iba a comer. Recordaba aquellas intensas adrenalinas, cuando lo que salía era risa, ganas de morirse de risa.
Quería calmarse. Seguir sin que nada le inundara el pecho. Por su parte, Lidia no dejaba de mirarlo. Agarró la cortina, que aún caía en sus manos, y se la lanzó.
– ¡Depietate Pepe, que la vida sigue! –dijo, quitándole el resto de sábana que le arropaba la pierna.
Pero no pudo sacarlo de su recogimiento. Debía encontrar alguna estrategia para dar con la verdad y recuperarlo de su propio cuarto. Pensó en las posibles aclaraciones que él le daría: “Nada, mami… Relájate, vieja. Después hablamos del viejo y su borrachera. Un monólogo de frases incomprensibles que flotaba en su cabeza y un silencio atormentándola. Lidia no encontraba la capacidad de asombro de otras mañanas en que le decía: “Mami, qué día lujoso. Hoy me va a í bien. Yo sé, vieja. Te daré tu casita, dos, contimás, y el tratamiento de viejo, y viviremo donde viven los pupis. Y tendré mis carros, mis yates pa la playa, y mis mujeres mamá, ya verás”. Hoy lo sentía lejano, distante. Bastó una mirada para que ella no necesitara palabras.
 – ¡Ya me cansé! ¡Carajo!.. Pero, ¿¡por qué no me dices su nombre!? ¡A mi hijo ningún malparido se me lo lleva!
Una gota trasparente humedecía y dejaba una línea deforme en la mejilla de Pepe.
–Vieja, viene po mí. La bala viene po mí.
– ¿Cómo así Pepe?
–Viaja po la Avenida Pedro de Heredia. Po la Plaza de Toros. Viene a metéseme en la cabeza.
– ¿Quién la diparó? ¿Quién? ¡Dime! ¿Quién carajo?
–No ehh un sueño. Ehh así y ya. Hoy me voy a morí.
Lidia Dolores dejó a su hijo cavilando. Cruzó el pasillo que aún olía a incienso y a café. Todavía las matas de sábila estaban colgadas en la pared. Una  herradura oxidada colgaba en la puerta de su habitación. Pensó en cambiar ese hierro. Abrió la puerta y entró a su cuarto, iniciando un rezo que le hizo cambiar la cara. Su boca iba articulando palabras que culminaban en muecas.
– ¡Po el Negro Felipe, el Indio Guaicaipuro y María Lionza! Virgen de Camen, po su hijo, mi hijo, la santidad pa usted, Mae!
De un cofre con una cruz pintada de oro, sacó un muñeco negro que aún tenía algunos alfileres; lo metió en un tanque de agua que estaba bajo la mesa de noche y lo lavó con el sobrante peso de la yerba que había arrebatado, como una serpiente, del fondo. Agarró el muñeco con las hojas de Albahaca colgadas como cabello, lo restregó y restregó hasta alzarlo con la mano izquierda. Con la derecha enchufó el secador de cabello. El sonido se propagó por el pasillo y llegó al cuarto de Pepe. Aún inmóvil, lo escuchó y suspiró. Miraba detenidamente el piso.
– ¿Ya qué se puede hacé? Viene fija esa puta bala.
En el cuarto, Lidia Dolores continuó introduciendo los alfileres en el muñeco. Del mismo cofre, sacó un tabaco y lo absorbió delicadamente, para que el humo indagara con su línea delgada el techo. Mientras sacaba la feroz bocanada, volteaba el tabaco para ver las señales que se recreaban en cada erupción. Los rezos eran lentos. Casi silenciosos. Buscó en el escaparate la pistola que guardaba en una bolsa negra, que le había quitado hace días a su hijo. Había dos balas junto al arma. Puso una en el centro del muñeco y una hebra de cabello gris que se había arrancado de su pelo. En toda la casa se escuchaban los rezos que hicieron que Pepe se levantara por completo de la cama.
En el dormitorio de Lidia, el viejo aún seguía durmiendo en la cama que compartían hace muchos años. Estaba delgado, casi esquelético. En la mesa de noche que estaba a un extremo de la cama, había varios frascos de pastillas. Y en el otro colgaba la destroza de un soporte metálico. Lidia seguía en sus rezos. El viejo se levantó casi que de inmediato; viéndola a ella transitar, agacharse, suspirar, caminar de un lado a otro, con ese vestido y esas chanclas descosidas. Observó el humo del cuarto como una neblina viscosa, olorosa.
–Lidia. No son hora de hacé tus vainas, ombe…
–Duémete, viejo…No pasa na. Devolveré una bala mal mandá, y ya.
Se dispuso a restregar las yerbas en las paredes y en el piso. Cuando hubo terminado, lo arropó y le dio a beber una tasita de té al viejo, quien prefirió acostarse, hacerle caso. Luego se fue al cuarto de su hijo, con el muñeco negro amarrado de un largo escapulario, la ventana estaba abierta. Pepe miraba hacia la calle.
 –Vieja. Ya ehhtá ceca. No se va podé.
– ¡Esa bala no va a llegá! ¡Nada te va pasá! Sólo mira el muñeco. Al centro de él, reconócelo Pepe
 –No, vieja. Mírala. Ahí viene.
Lidia lo vio caer. Estaba en el piso como otro objeto del cuarto. Tenía ganas de llorar, pero no quería dar el gusto. Había dejado morir a su hijo. Así que se levantó. Volvió a su cuarto, casi que con violencia. Empuñó el revólver y regresó a donde estaba Pepe con el muñeco en su mano izquierda. Vio entonces las huellas de sangre que salían y entraban. Introdujo la otra bala al arma y la extendió fuera de la ventana y la besó.
–Que se muera el condenao. – Disparó.

La bala avanzó por entre las casas de zinc y bajo los postes llenos de zapatos y barriletes. Los perros que ladraban parecieron alertar su violento camino. Algún lamento se percibía y alguien comentaba su llegada. Los rezos se escucharon como un llamado invisible. Llegó a una casa donde había una ventana abierta, y un joven obnubilado señalaba su camino. Detrás de él, una señora arrastraba en una mano un largo escapulario que amarraba a un muñeco negro.

Autor: Mario José Reyes

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