PINTANDO CUBOS Y PESADILLAS EN LOS BAÑOS DEL FIN DEL MUNDO




 

DIABLILLOS EN EL RETRETE

Con el sol pegándole a la cara y la corbata apretada todavía de la noche anterior,

indigesto de alcohol, éxtasis, caricias y frases de amor pagadas,

entró al baño a orinar al llegar a su casa.

Las llaves caen dentro del inodoro.

Risitas bajo el sonido de las burbujas.

Traviesos diablillos con alas y cuernos en miniatura, escondidos junto al retrete.

 

BAÑO

El lavamanos debería ser un portal donde uno pudiera ver su futuro.

Abrir la llave,

en sus aguas ver un mensaje.

Me provoca pintar cubos blancos de Mondrian con rostros de Picasso y crema Colgate.

Si no fuera por lo fantástico, todo en el mundo sería muchísimo más aburrido.

¿Y esta toalla verde por qué no se le ocurre convertirse en un hada mágica o en una gran serpiente que me atacara?

 

ARRESTADO EN EL BAÑO DE MI CASA

En el baño hay dos policías agazapados, invadiendo mi casa.

Me quieren arrestar por todos los delitos de mi vida:

orinar en la calle,

poseer marihuana,

conducir borracho,

partirle una ventana a mi ex,

robar chocolatinas y desodorantes en los supermercados.

Disparos afuera.

Me arrojo al suelo.

—¿No van a mirar lo que sucede? —les pregunto.

—No nos da la gana —responden.

 

BAÑO DE TVCABLE

En mi baño están Batman y Robin bañándose.

En mi baño está Alf cagando.

En mi baño está Bart Simpson rayando las paredes con aerosol.

En mi baño está MacGyver arreglando un radio de pilas.

En mi baño está Terminator cambiándose las gafas.

En mi baño está Freddy Krueger dentro de la pesadilla de quien lee ahora.

 

SÍNDROME KAFKA

En la mitad del baño

hay una cucaracha relajada patas arriba.

Al entrar le digo:

Amigo, sé que eres Gregorio Samsa, es hora de que regreses al libro;

no podemos ser dos hombres alienados de la sociedad y fregados en una habitación.

 

 

Autor: Elkin García


FÁBULAS DE LA PARRANDA CLANDESTINA

 



Como las fiestas, las revueltas, no pueden ocurrir

todos los días –de otra forma no serían “extraordinaridad”.

pero tales momentos de intensidad dan forma y sentido

a la totalidad de una vida.

Hakim Bey

 

    

Todos en Yellow Hell y sus alrededores habían escuchado acerca de la Parranda Clandestina. Desde los cerdos motorizados hasta las lagartijas con sus carretillas de reciclaje, desde las viejas iguanas elitistas en sus balcones coloniales hasta los sapos que cantaban en los semáforos a cambio de una moneda. Todos habían escuchado o repetido algún chisme sobre ese grupo misterioso que armaba verbenas itinerantes y alucinantes en los lugares más inesperados y peregrinos de la ciudad. Los habían ascendido a leyenda urbana para quitarles credibilidad y que la gente no interfiriera en lo que el Pavo Morado llamaba una inevitable “atrapados en flagrancia contra el orden y las buenas costumbre”.  El Pavo-Alcalde tenía entre ojos encerrarlos en el calabozo porque había escuchado que esa “pandilla de maleantes” pensaba que su proyecto de cortar árboles y llenar la ciudad de canchas y pavimento, era la máxima muestra de la ignorancia, la corrupción y la estafa. Los consideraba sus enemigos, pero no tenía idea de quienes eran esos que cada vez más el imaginario popular iba relacionando con heroísmos y “aventuras anti-establishment”, como dijo en algún momento un ocioso Sabio de la Colonia con cara de sapo y boca de babuino.

Su líder era el corpulento Oso Hormiguero Marrón que escribía poemas anarquistas y manipulaba el cuchillo con la velocidad arrolladora de los vendedores de pescado de la Ciénaga de las Quintas. Según, tocaba el tambor con maestría y marcaba la invitación sonora para el inicio del festejo. Como todos los chismes en las ciudades, los pueblos, las veredas y los caseríos del Caripe, el asunto sobre los parranderos había empezado en alguna reunión o velorio en el que los animales inventaban cualquier cuento para amenizar las infinitas nueve noches del muerto o porque simplemente siempre había gente que se ponía mal si no soltaba un peñón o contaba algún cuento que les convirtieran en el centro de atención por unos minutos. No importaba la exageración del cotilleo, entre más extravagante y entretenida fuera la calumnia, más acogida tenía entre los chismosos y más fácil era la circulación de boca en boca, de pico en pico y de hocico en hocico.

La Parranda Clandestina era colosal y desde que había empezado su renombre la gente sentía que en sus fiestas se encontraban los miembros de la pandilla, como si cada fiesta en Yellow Hell fuera una extensión múltiple y orgánica de esa gran francachela de rebeldías y gestos contra el orden convencional. Lo que a nadie le cabía duda del chisme era que dentro de esa gente no había ni medio Sabio de la Colonia, ni un poquito de ciudadano piel pulpa de guanábana, ni un céntimo de extranjero filántropo gentrificador. Había espacio para dudar de la salvación del Infierno Amarillo, pero no había titubeo en los tragaderos al cantar la legitimidad y la presencia de las pieles color Coca Cola, los cueros color jugo de tamarindo, las cabelleras de estropajo colgantes, bejucos y enredaderas de andén, que conformaban la “Verbena Anarquista”, como les llamaban los chanceros y los mototaxistas, dos de los gremios populares más chismosos y poderosos del Gran Corral Amarillo.

También había un Cangrejo Azul regordete que pintaba murales en las paredes de edificios olvidados de La Matuna. Como según había prestado el servicio en el ejército, era experto en armas, pero sentía más predilección por los chopos porque al dispararlos ripiaban la carne de los maleantes y del que se atreviera a salirle con cuentos chinos y calumnias. Era un buscapleitos, un artista de brocha gorda, amigo del pintor más salvaje de la escena cotidiana del Caripe Underground, Guillermo “El Loro” Naif. El Loro nunca desmintió si conocía o no al Cangrejo Azul, pero cuando estaba borracho contaba que no había mejor guitarrista que el “Cangrejo Ñoño”, haciendo referencia a la desmedida gordura del crustáceo.

Los cerdos motorizados buscaban debajo de las piedras y llegaban a cada picó de chancleta, porque les habían prometido una bonificación si atrapaban a los miembros de la Verbena Fantasma, otro de los calificativos que les había dado un periodista neoyorquino que había escuchado el cuento de pasón en una mesa de frito, una noche en la que por primera vez probaba la ardiente exquisitez de una arepa de huevo que le mostraba la lengua de yema que le salía por uno de los costados. El tipo escribió un breve artículo en un medio de su país en el que opinaba lo maravilloso que le parecía ese mito urbano de un grupo de artistas que se reunían a tocar y recitar diatribas contra todo Yellow Hell. En ese artículo los llamaba La Parranda Infinita, referenciando a La broma Infinita, una novela de la que se decía fanático. Ese artículo recrudeció la ira del Pavo Morado porque no era sobre él y su gestión de cemento sobre la que se escribía. Entonces el alcalde ofreció bajo cuerda, catorce millones de pedos al policía que por lo menos le llevara a uno de los integrantes de la “pandilla de pulgosos desadaptados”.

Otro miembro era el Alcatraz Gris, un teatrero que había prendido fuego al Teatro de Antaño, el viejo caserón donde se presentaban las obras escritas por el Loro Senil que había sido presidente de la Nación catorce veces y había escrito el himno que sonaba todos los días a las 6 de la mañana y a las 6 de la tarde. Contaban que había incendiado el teatro porque las Palomas Marrones se habían atrevido a decir que las obras dramáticas de Ñuñi Portón eran mejores que las piezas de Artaud, Ionesco y Beckett, unos cocodrilos siameses que experimentaban con un teatro que te sacaba las tripas mientras llorabas o te cagabas de risa. Aunque ese cuento sobre el Alcatraz Gris sonaba rebuscado precisamente porque era muy complicado que un chancero o un mototaxista supieran quién demonios eran esos cocodrilos.

Entre los músicos moñeros rondaba el rumor de que la invitación a la Parranda Clandestina llegaba en sueños con indicaciones precisas del día y el lugar del toque. Nunca se pudo confirmar tal cosa, pero todos aceptaban que se morían por la oportunidad de tocar sus guitarras, sus tambores, sus violines, sus guacharacas o cualquier otro instrumento en la fiesta profana.

Entre los parranderos estaba la Golero Azabache, una cantante bullerenguera con una voz prodigiosa a la que los músicos del grupo admiraban y llamaban “La Negrita”. Era una vieja bebedora de ron que en su juventud había sido modista y había remendado los pantalones y las polleras de todos los animales marialabajeros para poder pagarse una carrera universitaria que no pudo terminar en la Universidad Amarilla de Yellow Hell. El poeta y tamborero la descubrió cantando entre el bullicio y el desorden un enero en las corralejas de Sincelejo. Cuando la veterana vio la corpulencia y la fuerza en su mirada, soltó una carcajada y le dijo “Oye animalón, si así como tienes el hocico tienes el garrote, no me imagino una noche de pasión”. El Oso Hormiguero Marrón la miró con sorna y le contestó: “Negrita, de hoy en adelante beberemos nuestro propio ron”.

Mileto Caro pensaba que la Parranda Clandestina estaba en todas las fiestas en las que los cuerpos y las almas afrontaban la crudeza de la vida: camuflados en un picó en san Francisco o en Olayita, bailando en una caseta en lo más profundo de Arroz Barato, cantando en una terraza en El Pozón o en un garaje juvenil en Zaragocilla o en un kiosco en Playa Blanca o tirando pases salseros un domingo en Blas de Lezo, Torices y Canapote. La fiesta estaba viva y todos eran sus representantes sin importar que nunca hubieran tocado un tambor o tocado las palmas. Todos los ritmos eran manifestaciones clandestinas de la parranda definitiva, la fiesta sin estratos sociales ni colores de piel: la danza de la muerte. Ahí hasta los gusanos tenían sus propias concepciones del ritmo y del florecer de la vida. Pero esas solo eran meditaciones de Mileto, a muchos de los animales del Corral Amarillo no les interesaba otra cosa que verlos como músicos cumbiamberos sinvergüenzas, gente peligrosa con guitarra, navaja, pleito y ron.

En una ocasión en que un empresario hipopótamo organizó un festival de bandas de metal, punk y rock alternativo del Caripe, se especuló que la Parranda Clandestina haría acto de presencia, aunque a los parranderos se les asociaba con otra clase de ritmos. En el cartel de invitados se encontraban Garaje de putas, La Mueca, Provincia de trapo, Cigarrillos CarniBaal, Vericueto 5, Los Manoplas, Detritus de Mamonal, Las Champemetalicas, Garrapata Olayera, Lixxxiviados, Proyecto Burbuja, Placenta Divina, Avernus Cacas y Manifiesto Chambacú. A las nueve de la noche cuando el sudor, los pogos y las risas estaban en un incomparable paroxismo juvenil, se presentaron los cerdos con sus revólveres, sus garrotes y sus antorchas, alumbrando la cara de todos, buscando algún sospechoso. La jauría estaba indignada porque sabían que estaban ahí no por la nube de marihuana que flotaba sobre sus cabezas y que en otro momento hubiera sido motivo de ataques, sino con la intención de encontrar y arrestar a cualquiera que se les pareciera un integrante de la Parranda. Entonces les abuchearon y les lanzaron colillas de cigarros prendidas y latas de cerveza. Furiosos por la frustración de no encontrar lo que estaban buscando, golpearon a todo el que estuviera cerca y ordenaron al empresario terminar el evento si no quería que lo metieran en el calabozo con una patada en el culo. El hipopótamo agarró el micrófono y pidió a todos no meterse con la ley, pero fue en vano, los músicos siguieron tocando sus guitarras y el público excitado armó un pogo monumental en el que arrastraron y pisaron a los cerdos, que jamás habían danzado al son de notas que no fueran de chancleta, narcocorridos y vallenato llorón. El estropicio fue tal que les tocó llamar apoyo, lo que terminó haciendo trizas el escenario y un montón de animales corriendo a esconderse en los alrededores por lo insoportable de los gases y los revólveres apuntando (todos los animales de Yellow Hell sabían que los cerdos eran gatillo flojo, animales nerviosos sin corazón, dispuestos a exterminar la vida si les era conveniente).

Fueron muchos los heridos y los encerrados en el calabozo. La situación se le había salido de las manos a los cerdos, hasta el punto de que, al día siguiente, la Vaca Verde, uno de los animales más influyentes y peligrosos del Corral Amarillo, pidió explicaciones públicas al Pavo Morado. Esa misma madrugada en un lugar indeterminado de la Popa, entre la agreste vegetación, sonaron los tambores. No fue un sonido cualquiera, fue un retumbar que se escuchó en todos los rincones de Yellow Hell. No hubo isla, barrio y corregimiento del Corral Amarillo en el que no escucharan las percusiones y el frote de las guacharacas, como una melodía fúnebre y furiosa. La canción era una denuncia por la crueldad de los cerdos motorizados y su máximo líder, el Pavo Morado.

A esa hora muchos se levantaron a escuchar y grabar con sus celulares el sonido, la evidencia de que la Parranda Clandestina estaba ahí, revelando su existencia, pero sin mostrar la cara de sus músicos, para evitar la creación de mesías y caudillos que luego fueran corrompidos y manoseados por los Sabios de la Colonia, que tenían como único fin figurar en cualquier acontecimiento que escribiera sus nombres en los anales de la historia.

La negrita cantó con el poder que concede la tristeza y la rabia a las almas atropelladas por el destino. Como una convocatoria al pasado y a los ancestros, la voz ronera de la Golero Azabache se expandió por el viento cargándolo de una calidez que no tenía que ver con el calor que hacía sudar. Era más bien el fuego de la memoria alrededor del cual todos los animales siempre quedaban atónitos con la mirada perdida, mirando pa' dentro, mirando en las sombras. La letra de la canción era simple, un juego improvisado que invitaba a gozar la vida, casi un chiste contra las imposiciones de ese orden impuesto durante siglos por emperadores, reyes, gobernadores, presidentes, alcaldes, capataces, sacerdotes, capitanes, pastores y todo aquel que tuviera un rango o una envestidura de poder.

El Pavo Morado con el moco hinchado por la furia y la vergüenza, esa mañana pidió disculpas a regañadientes en una rueda de prensa y decretó la prohibición de bailes, toques y aglomeraciones sin los permisos reglamentarios. La decisión fue tomada con burla por los animales, porque cualquier decisión que impidiera el baile, era una locura en una ciudad de la que los viejos decían que se sostenía porque los animales podían bailar y burlar la muerte a punta de zapateo y movimientos corporales que imitaban todo lo existente. Cada vez que los cerdos llegaban a apagar la fiesta, todos los bailadores en el silencio de los equipos y los parlantes silenciados cantaban en coro “Chicharrón de puedco y sancocho e' pavo”, recordando un pedacito de la canción con la que la Parranda Clandestina le reveló aquella madrugada a todo Yellow Hell que no eran un mito urbano y que seguirían bebiendo, tocando y bailando.

De las grabaciones que se hicieron esa madrugada en la que la Parranda Clandestina tocó sus tambores, se rescataron varios audios y un productor que prefirió permanecer en anonimato, montó una pista que empezó a sonar en Radio Yamulemao y Radio Chancleta y de ahí en todas las fiestas de la ciudad.

La letra de esa canción permanece en la memoria de los parranderos de Yellow Hell…

Yo llevaba un batallón

Y mi tambor se reveló

A los que vengan les digo yo

Que este canto tiene sabor

 

Si lo que quieres es rebelión

No te asomes al paredón

Que el difunto ya revivió

Y lo que quiere es beber un ron

 

Esta negrita tiene razón

Y te lo dice de corazón

La guacharaca marca el son

Como las quiera las quiero yo

 

No hay pareja para el temor

El que se calle ya se murió

Necesitamos es un gran velón

Para quemar este cagajón

 

Oye negrito ven dame amor

No me digas esta noche no

Que yo me muero por tu calor

Ven y destapa ese botellón

 

Oye el ritmo de mi tambor

La gente ingrata ya se marchó

Agua panela con buen limón

Pa' refrescar este parrandón

 

El amarillo se reveló

Y está creciendo como una flor

El cementerio y el murallón

Lo están mirando con devoción

 

Y ya despido este gran cumbión

Porque se viene la matazón

Con cachiporra y sin vacilón

Jodiendo todo con su cañón

 

Chicharrón de puedco

Y sancocho e' pavo

 

Chicharrón de puedco

Y sancocho e' pavo

 

Chicharrón de puedco

Y sancocho e' pavo

 

Chicharrón de puedco

Y sancocho e' pavo



Autor: El Señor Underground (QöXaHöMN)