"27 de
agosto, año 2436"
Las horas finales de la humanidad, cuando la ciudad se
despereza y el abismo nos reclama.
La ciudad.
Son las cuatro de la mañana. Vivo en Port Hades, un lugar
que parece flotar trescientos metros sobre el nivel del mar, una atalaya desde
la cual la ciudad se riega como una sonrisa amplia bajo el cielo ennegrecido de
la madrugada. Desde aquí, bajo una enorme ceiba, veo el oleoducto que se
extiende como una serpiente de acero y concreto hacia Nexus Abyssus. También
observo el puerto, un laberinto de grúas y contenedores de sueños lejanos
arrumbados en el borde del abismo. El convento sobre la montaña es un punto de
anclaje que palidece en la fiebre oscura del mar. A mi lado está una virgen,
imperturbable, con su rostro eterno y pétreo, dirigiendo una mirada hacia la
ciudad que reposa en el vacío de la noche. Me encuentro aquí, día tras día, en
busca de algo que ni siquiera yo puedo nombrar. Este lugar, esta vista, me da
la ilusión de control, de que puedo abarcarlo todo. Pero en realidad, solo me
recuerda cuán pequeño soy frente a la inmensidad de la ciudad, una ciudad que,
aunque puedo observar desde la distancia, sigue siendo tan inalcanzable como
siempre.
Es toque de queda. La carretera vacía se estira en un
horizonte interminable. La luz pública palidece por la distancia. No hay nadie
violando el decreto. Solo yo lo hago. Eso me convierte en un renegado. Una
llovizna menuda se precipita. Las luces alongadas de los autos se riegan sobre
el asfalto mojado. Todos los semáforos están en verde, uno que otro en rojo. A
esa hora no importa, verde, rojo, todo es lo mismo. Es curioso cómo los
colores, que durante el día dictan el ritmo de la ciudad, pierden su poder en
la madrugada. El verde, el rojo, se convierten en meras sombras de lo que
representan. Son como actores sin público, sin propósito. Están las normas, las
leyes, los decretos, pero no hay ley. Entonces es como si no hubiera nada.
Pienso que la ley solo existe si alguien se da cuenta que fue violada. Y
supongo que yo a las cuatro de la mañana soy un mal tipo. Pero a esa hora no
hay nadie quien me lo diga. La vida debería ser como una carretera a las cuatro
de la mañana.
La bestia.
El sonido de un motor lejanamente rasga el silencio, como un
murmullo que viene desde otra vida. Me detengo en un cruce, la mirada fija en
la luz parpadeante del semáforo. El reloj del tablero marca las 4:15. El mundo
aún está suspendido en ese limbo donde el tiempo pierde su significado. Todo lo
que existe es el latido constante del motor, el zumbido de la lluvia sobre el
techo, y una canción reproduciéndose en bucle. La ciudad duerme, sus ocupantes
transitan otras carreteras, se dirigen a otros destinos. La ciudad es un
descenso, uno al que todos los días me lanzo una y otra vez, con la certeza de
que no me espera nada. La ciudad parece una bestia adormecida, una que podría
despertar en cualquier momento de su letargo de siglos y ahogarnos en su furia
contenida. Aquí todos lo saben. Aquí todos lo sabemos. Desde siempre se ha
dicho que Port Hades se hundirá. Yo aguardo pacientemente el cataclismo, ese
naufragio de la existencia. Solo me queda esperar pacientemente como una piedra.
No es sólo una entidad dormida, es una antigua criatura que
yace en las profundidades, más antigua que el tiempo, su cuerpo colosal
enroscado en las raíces de la tierra. Cada piedra de sus murallas es una
escama, cada calle un tendón de su inmensidad oculta. La ciudad respira en un
ritmo lento, imperceptible, como si estuviera sincronizada con los latidos de
algo que no pertenece a este mundo. Las mareas golpean su piel rocosa con una
cadencia oscura, como un conjuro que mantiene a la criatura en un estado de
semi-inconsciencia. Pero en la quietud de la noche, cuando la luna es devorada
por nubes metálicas, es cuando siento su presencia, su arcaica conciencia
palpitando bajo mis pies. El aire se llena de un olor salado, pero también hay
algo más, algo indescriptible, una mezcla de óxido y olvido, de siglos que se
disuelven en la bruma marina de puertos crepusculares.
Port Hades no es simplemente una ciudad; es la cabeza de un
kraken cósmico, un ser nacido en las oscuras profundidades del universo, su
cuerpo extendiéndose más allá de lo que los sentidos pueden captar. Sus
pensamientos son los susurros que se cuelan por las grietas de las casas
coloniales, sus sueños moldean las pesadillas de aquellos que duermen bajo su
sombra. No hay escape, pues todos formamos parte de su anatomía, piezas
insignificantes en un vasto organismo que se retuerce en sueños intranquilos.
Parásitos de un dios que ni siquiera sabe que existimos. Los abismos que rodean
la ciudad, son en realidad los ojos de la bestia, observando, siempre
observando. Sus pupilas son pozos negros, pozos que reflejan un universo
indiferente y cruel, donde el hombre no es más que una mota de polvo esperando
ser barrida por una tormenta cósmica. Cada ola que rompe en la costa es una
exhalación, cada trueno un murmullo gutural que resuena desde lo más profundo
de su ser.
Y yo, atrapado en este laberinto de calles que se retuercen
como intestinos de un organismo moribundo, solo puedo esperar. La ciudad me ha
convertido en piedra, pero no en una cualquiera. Soy una parte de ella, un
fragmento de su eterna espera. El cataclismo no es una posibilidad; es una
certeza que ha sido escrita en las estrellas, y que se refleja en el brillo
húmedo de sus paredes al caer la noche.
Mientras aguardo, siento que la tierra tiembla ligeramente,
un pulso que es casi imperceptible, como si el kraken se estuviera preparando
para su último y colosal movimiento. No será un simple hundimiento, sino un
retorno, un resurgir de la bestia hacia los cielos oscuros que la vieron nacer.
Port Hades no se sumergirá en el océano; el océano será absorbido por ella,
devorado como una gota de agua en un incendio cósmico. Los días de la humanidad
están contados, y yo, en mi petrificada paciencia, soy testigo de la llegada de
lo inevitable.
El perro.
Un perro callejero cruza la calle delante de mí, su pelaje
empapado brillando bajo la luz tenue de un poste. Lo sigo con la mirada hasta
que desaparece en la sombra de un callejón. Por un instante, siento un
parentesco extraño con él, un vínculo que sólo la soledad a esta hora puede
forjar. Sin embargo, al tiempo desisto de tal idea. No puedo compararme con un
perro… O tal vez sí. Quizás somos las mismas sombras de otro mundo, ese en el
que los humanos caminan sobre cuatro patas y los perros se deslizan por las
aceras, sus colas levantadas como antenas captando las señales de un futuro que
se desintegra con cada paso. La ciudad se retuerce en su insomnio, un monstruo
mecánico con piel de concreto y venas de neón. Los edificios se inclinan hacia
mí, sus ventanas como ojos vacíos que observan con hambre. Cada rincón guarda
un secreto que el perro conoce, y yo, con mi carne frágil y mi mente inundada
de pensamientos líquidos, intento seguir su rastro.
El aire se llena de un olor metálico, como si la noche
hubiera sido disuelta en ácido y vertida sobre la ciudad. El perro ya no es un
simple animal, sino un guardián de los callejones donde los recuerdos se
derriten en charcos de aceite, donde el pasado se vuelve una corriente
eléctrica que chisporrotea en las esquinas. Mis pasos son guiados por un
impulso primitivo, un ritmo que late en el subsuelo de mi conciencia,
sincronizado con los latidos de la bestia urbana que respira humo y exhala
silencio.
Sigo adelante, o tal vez es el perro el que me arrastra. Mis
pensamientos se fragmentan en palabras que se despegan del papel de mi mente y
flotan en el aire, girando como satélites alrededor de la luna muerta. Me veo
en los reflejos de los charcos, pero no reconozco al hombre que me devuelve la
mirada; su rostro es una máscara de circuitos y cables, sus ojos son cámaras
que graban una realidad que nunca existió.
Los ladridos del perro se transforman en códigos binarios,
una secuencia infinita de ceros y unos que se imprimen en las paredes, creando
un laberinto de datos en el que me pierdo. Mi piel se convierte en un mapa, con
líneas de código que serpentean por mis venas, conectando puntos que no
deberían existir en este plano de realidad. El perro me observa desde la
distancia, su silueta desdibujada como una sombra proyectada por un proyector
roto. En sus ojos hay una verdad que no quiero entender, una revelación que se
oculta entre las grietas del asfalto.
La ciudad late con una vida artificial, sus ruidos se
mezclan en una sinfonía de desorden, y yo, perdido entre sus notas disonantes,
sigo al perro hacia el centro de un misterio que no tiene respuesta. Los
edificios se alzan como colmillos de una bestia esperando devorarme, pero sigo
andando, cada paso resuena en mi mente como un eco de una existencia que se desmorona.
Quizás ya no soy humano. Tal vez nunca lo fui.
La luz.
Avanzo. Mis pensamientos fluyen tan rápidos como las gotas
que corren por el visor del casco. La carretera se convierte en un río de ideas
que no tienen fin, una corriente ininterrumpida que arrastra todo a su paso.
Miro a la derecha y veo un edificio de ventanas rotas, grafitis que hablan de
amores y odios, de historias que nadie recordará. Me pregunto si alguien más,
en algún lugar de esta ciudad, está haciendo lo mismo que yo, respirando el
mismo aire cargado de humedad, sintiendo la misma mezcla de libertad y pérdida.
El cielo comienza a clarear, y una franja de luz pálida se
asoma por el horizonte. Pero no el horizonte que tengo enfrente; el horizonte
que llevo detrás, ese que veo por el retrovisor. Las sombras se disuelven, y la
ciudad empieza a despertar lentamente de su letargo. A lo lejos, un camión de
la basura se desliza por las calles lánguidas, recogiendo los restos de una
noche que pronto será olvidada. Me doy cuenta de que es hora de volver, de
regresar al mundo donde la ley y el orden retoman su lugar.
Apago el motor en frente de mi destino. Me quedo un momento
más, escuchando el silencio antes de que el día tome posesión de la ciudad. La
carretera a las cuatro de la mañana ya no existe, la he dejado atrás, pero su
recuerdo queda impregnado en mi mente como una promesa silenciosa. La vida
continúa, pero en algún rincón de esta ciudad, sé que siempre habrá una
carretera a las cuatro de la mañana, esperando ser recorrida por aquellos que
buscan algo más, algo que quizás ni siquiera ellos mismos puedan nombrar.
La ciudad es un descenso vertiginoso hacia nada. Yo transito
sus calles a toda velocidad, con un pensamiento y una canción.
"In your house I long to be,
room by room, patiently..."
Autor: Vincent Taborda