NO TODOS LOS CIELOS SE CUELGAN DEL CIELO


Tiembla una piedra en las pestañas.
No entra al ojo. No deja la cara.
Se balancea.
Quizá advirtiendo que las miradas
 pueden ser de tierra.
Y lo serán.
Quizá anunciando los bordes,
 la proximidad del estorbo.
Ahora se mira sin dolor
y se recuerdan las secreciones.
Es momento de recordar que no entra al ojo.
No entra.


De la rama colgaba un retazo de tela azul que alguna vez su madre había convertido en la camisa de los domingos de papá. Quizás porque la vida se parecía menos a lo que le habían enseñado o porque dejó de cuestionarse por las explicaciones de lo normal muchos años atrás,  nunca notó el hecho de que, mientras crecía,  la rama se posaba cada vez más lejos y siempre aparecía, o un nuevo caminito de hormigas, o unas huellas pegajosas regadas a lo largo del tronco- casi como si el árbol tratara de acariciar sus heridas- que hacían cada vez más difícil terminar el recorrido. Y ella que pensaba que había cosas que nunca cambiaban de lugar, que el árbol no cambiaba de lugar, que allí arriba se veían los mismos techos de zinc y se escuchaban las mismas palomas de cuello verde, las que nunca se ven pero siempre están. Esa tarde había sentido que subía por primera vez. No lanzó sus suspiros habituales, ni contó los pasos que demoraba Alberto, el de los zapatos rotos, en cruzar la plaza de un lado a otro, siempre por el camino más largo. Ni siquiera se quitó los zapatos, en ese gesto con el que intentaba contrarrestar la sensación de estar pisando una casa ajena. Había subido a controlar la luz. Porque necesitaba verla. Porque había decidido que iba a subir con ella y necesitaba verla. Porque ella movería todas las hojas que pudiese, con una fuerza que claramente no tenía, sólo para que la luz pasara y así poder verla: a ella y no al viento que la iba a tocar, a ella y no a las vibraciones de un espacio que se había acostumbrado a una sola acompañante, a ella y no al mundo que el follaje ennegrecía, en una oscuridad que iba a atreverse a perturbar,  sólo para ver, probablemente también por primera vez, la sonrisa que intentaba tapar con sus manos, en cada momento que estaban cerca.

Para los hechos que ocurrieron después de esa decisión poco importa la forma como se conocieron, o las mentiras que decían para seguir viéndose, o la vergüenza que sumaban con cada encuentro a escondidas, o el miedo que sintieron hace poco cuando Fernando, el del pantalón roto, empezó a preguntar en cada esquina sino habían escuchado el ruido de las manos juntas, que se estaban tomando las manos en secreto, que hasta dónde iban a llegar las cosas si ahora había que ocultarse para darse las manos. Baste decir entonces que lloraba un poco cada vez que la veía, y que la última vez que se encontraron, después del ritual del consuelo por las que ella le secaba los ojos y recogía los rizos que se lanzaban a su cara, le susurró, en tono de burla, que no era habitual que un silencio la conmoviera tanto, que no es el silencio, que eres tú, que eres tú en medio de este pueblo, en mi pueblo de gente rota rompiéndose unos con otros. Decidió que tenía que llevarla para mostrarle a qué se refería. O que tenía que llevarla para mostrarle por fin cómo era su casa, o que tenía que llevarla porque solía cambiar de peso apenas dejaba de tocar el suelo y era probable, o al menos eso pensaba para distraerse, que arriba los besos tenían que ser más pesados. Se citaron un par de días después. Ella vendría después de etiquetar los últimos libros que llegaban de la biblioteca de la ciudad y ella vendría después de corregir los clasificados que iban a publicarse en el periódico el día después. El árbol de caucho en la esquina de la plaza de un libertador, al frente de la Iglesia, al lado de una carretilla que vende agua de coco.



Dicen que Fernando, el del pantalón roto, esperó la confirmación de Irene, la del velo roto, de un rumor que había empezado Pedro, el de las gafas rotas, para decirle a Alberto, el de los zapatos rotos, que había una mujer espiando su caminata para aliviar los dolores en el colon, todas las tardes que las hacía. El escándalo no era por la mujer en el árbol como por el permiso. El permiso de verme a mí, yo tan serio, tan dedicado, tan inmirable, tan imperturbable. Nos van a mirar a todos, nosotros los inmirables. Ya nada es seguro. Es un riesgo de seguridad colectiva. Que hay que tumbar el árbol. No, hay que tumbarla a ella. No, hay que hacer agendas para regular las miradas de unos con otros. Sí, los más preparados tendrán que enseñar a los ignorantes. Pero cómo le vamos a preguntar María. No, no la conozco, pero es claro que es por envidia. ¿Quién no me envidia a mí? Me envidian hasta los zapatos. Hoy también salgo a caminar, es por salud. Sí, hoy arreglamos este asunto. ¿La hija de la contadora? Nadie merece esa decepción. Que no María, que tú no entiendes, que esto es algo importante. Nos veremos aquí entonces. Todos vivían tan cerca entre sí, que cuando se dispersaron después de aquel encuentro de la mañana, volvieron a quedar unos al lado de otros. Estaba en esa parte de su día en dónde todos los anuncios le parecían la misma copia de un ofrecimiento barato. Ella, en la biblioteca, leía un fragmento de una colección de pocas páginas:

Era como si entre él y cada uno de los episodios de su vida, entre él y las gentes que conocía y que parecían tenerle cierto apego, se interpusiera un vacío del que hubieran extraído el aire, y los contemplara del lado de allá, lejanos, como objetos tumefactos a los pocos segundos de nacer, incapaz de cruzar la terrible barrera y tocarlos.
Y después de cada episodio —no admitían otro nombre— viajar, amar, odiar, trabajar, hablar, se quedaba inerte, un poco indestructible, como inviolado y entero, no consumado, no usado, dispuesto de nuevo a henchirse de posibilidades, como una virgen terca cuya virginidad se restaurara milagrosamente al final de cada noche de amor; el cráneo brilloso bajo los cabellos ya muy escasos, las sienes un poco grises, pero el rostro joven, extrañamente adolescente bajo el ralo mechón sin vida.

Si alguna vez han tenido miedo en su vida deberán saber que existe un cuerpo debajo del cuerpo en donde las personas suelen esconderse para protegerse del dolor. Recuerden ahora que ese otro cuerpo es torpe, descuidado y a veces agresivo en pos de mantenerse seguro ante cualquier amenaza. Aferren ese momento en el que eres plenamente consciente de su existencia y te sientes todo, todo vena, todo pulso, todo vuelco tocando en el pecho. Piensen en todo eso para que puedan imaginar lo que sintieron ambas cuando al ir por la mitad del árbol la gente, liderada por Alberto, el de los zapatos rotos, empezó a gritar que bajarán de allí, que dieran la cara, que dónde estaba su moral, que si no respetaban al pueblo. Porque no la había subido para mostrarle la gente rota que allí estaba, ni para mostrarle su casa, de la que salían su madre preocupada, ni para besarla en un beso pesado que hiciera que se aferraran a la rama como si su vida dependiera de eso. La había subido para que contaran juntas los pasos de aquel hombre roto de ruta larga. Porque ella necesitaba saber si contaba mal. Porque quería descubrir si acaso se estaba volando un paso, el paso que le permitiese entender por qué sus amigos nunca volvían de aquella ida a la plaza. Si acaso hay un número incorrecto que  ellos caminaron y  por eso no volvieron más. Por caminar mal. Porque la gente tranquila camina distinto que la gente rota y por eso ya no están. Y ella tenía que ayudarla, ella que también caminaba diferente, que solía inclinarse hacia adelante en cada abrazo, como si no temiera caerse, como si no temiera que la vieran caerse, que se trenzaba el cabello sólo para escuchar a las señoras hablar de sus amores, de amores que le recorrían la piel, como si a las emociones se las pudieran trenzar todas. Ella tenía que saber por qué las cosas dolían más para la gente que sentía diferente. Tenía que mirar el pueblo y hacerle ver algo distinto a lo que veía siempre, a lo que vio ese día, así como le había mostrado la piedra en la orilla que convierte las migajas de ola en lucecitas de colores, y la banca afuera del colegio que se hunde como si pudiese romper pero recupera a los pocos segundos su posición real. Y pensaba en esas cosas mientras subía, y pensaba en lo inútil de esos descubrimientos y en lo importante que eran. En la sutil forma como esas verdades hacían su vida más llevadera, más parecida a la vida que había esperado y a la felicidad normal que siempre quiso tener cerca. Las habían descubierto o pensaban que las habían descubierto, y ya nada sería igual, porque ahora el miedo, el miedo a ser separadas, el miedo del mar siendo el mar y una banca siendo una banca. Al llegar a la rama de la tela azul, los gritos de la gente sonaban sólo un poco más agudo que el gorgojo de las palomas que llegaban a saludarlas.



Repetía de muchas formas que lo sentía. Lo siento. Lo siento. Ella le tomó las manos y suspiró. Miró el horizonte que la altura le regalaba por primera vez. Se ve tan pequeño nuestro pueblo grande. Eso dijo. Se ve tan pequeño nuestro pueblo grande. Ella se acercó y tomó su cara. Ahora era ella quien tenía el brillo cristalino en los ojos. Luego sólo fue el miedo de abajo. Un miedo confuso y creciente. Nunca se habían besado de una forma tan libre. El calor se esparcía por las mejillas y quedaba latiendo en el cuello. Al sonar del primer crujido la gente rota ya estaba de rodillas suplicando perdón. Ellas no lo escucharon. No escucharon la caída lenta por los bordes. No vieron la bruma cayéndose como esquirlas de nada. Cuando el primer pedazo de cielo cayó sobre la plaza, las personas ya se encontraban en sus cuartos  huyendo ante la inmensidad del vacío, ante el único desconocido del que nunca habían dudado antes. El cielo se regaba por las calles del pueblo inundando con sus remolinos invisibles las entradas de las casas. Un pedazo cayó justo encima del árbol quien lo sostuvo mientras se regaba herido. De las hojas goteaba el cielo clarito. Abajo charcos sin fondo preparaban la expansión de las constelaciones para que la gente pudiese leerse al mirar hacia abajo. Sintieron cómo el cielo las salpicaba del esplendor de las cinco. Nos cayó la tarde encima. Eso dijo. El sol quedó colgando de una punta de cielo que logró sobrevivir a la declaración. El viento movía el árbol y el cielo chorreando de él sonaba como el ruido de las canicas en el bolsillo de alguien que corre. Mientras bajaban pensaban en que por primera vez en sus vidas no había nada más arriba de ellas. Estaban profundamente juntas en su nueva soledad.

La vida en el pueblo volvió a su pasiva cotidianidad apenas unos minutos después. Una vez el cielo volvió a su lugar habitual, las personas pensaban que la posibilidad de su caída era tan inverosímil como la posibilidad de ver aquel beso en el árbol. En esos olvidos oportunos que periódicamente solían tener, ninguno recordó qué reclamaban ni por qué ni a quién. Alberto, el de los zapatos rotos, siguió haciendo sus caminatas y muy pocos podían explicar cuál era la función de esas planillas que ponían unos horarios para controlar miradas. El sol se extendía sobre la plaza y en el centro de ella las sombras gigantes de las estatuas y los árboles. Ellas continuaron deshojando el cielo, sosteniendo entre sus manos las caídas constantes de una bóveda que se destruía sólo para las dos y quedaba goteando en el árbol de caucho de toda la vida. Seguían siendo catorce pasos y un desvío en el que solían perderse varios, pero cuyo rumbo nunca se veía por más arriba que subiera la rama. A veces dejaban pedacitos de cielo destruido regados por todo el pueblo. La gente los recogía, los miraba con indiferencia y los tiraba otra vez.





Texto: Minerva X56
Imágenes: Alison Johnson

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