EL CULTO DE IXTAB


La luz caía sobre el suelo como un reflejo fantasma, produciendo siluetas negras acentuadas de árboles y de los delgados ramajes que cubren las paredes de las casas. A través de la calle un hombre iba examinando a ratos su propia sombra y la de aquello que se le presentaba ante los ojos. Transitaba con aparente calma, con las manos aferradas a las manijas del morral que llevaba a cuestas. Muy atrás se escuchaba aún la algarabía de la ciudad. Los clubes nocturnos, las fiestas callejeras, el canto de los vendedores y la música. Lo percibía ya todo muy lejano, como si proviniera de otra dimensión, de una clase de existencia ajena, extraña a las calles estrechas con casitas de colores. Avanzaba sobre el suelo de concreto. Dobló una esquina, luego otra, y el paisaje se hacía todavía más inanimado; la iluminación era insuficiente, daba la impresión de estar en un espacio mucho más oscuro de lo que era en realidad.   
Ratas arrastrándose pegadas al borde del andén, viejas construcciones hechas ruinas, gatos aterrados escondiéndose tras el ruido de pisadas que explotaban como dinamita en la noche. Se detuvo un momento, el espectáculo de un ejército de nubes frenéticas custodiando una diminuta luna merecía ser admirado. Corrían hacia la parte oeste, hacían parecer que el mismo firmamento se moviera, dejando ver de vez en vez puntitos titilantes en aquel purpúreo paisaje. Lo contemplaba con tranquilidad, suponiendo que en algún momento se detendría este juego, dejando al cielo despejado, vasto, sin más adornos que su solitaria belleza. 
Antes de retomar el paso, sacó del bolsillo de la camisa una caja de cigarrillos; encendió uno, aspiró un par de veces y siguió caminando. Se acercaba a aquella parte del barrio que en otros tiempos conformaba una especie de arrabal; un rincón habitado por gente negra, descendiente de jornaleros y de sirvientes que fueron invadiendo los terrenos aledaños hasta conformar una gran comunidad, un sector aislado de la ciudad. En estos tiempos no hay más que muros caídos de viejas casonas invadidas por la maleza, alternando más o menos de a par en par la presencia de una fachada todavía en pie, con puertas cuyas rendijas dejaban ver una luz tras las paredes. Hoy están habitadas por famélicos ermitaños que se asoman con miradas demoniacas entre los huecos de las ventanas. Lo que hace un tiempo era un vecindario folclórico y lleno de gente con costumbres musicales, y alegre, ahora está corrompido por la suciedad, por paredes derrumbadas que revelan un interior lleno de un monte espeso y hedor a perros muertos. Es el escondite ideal de prostitutas sombrías que te llaman desde la oscuridad, mostrando sus pechos y sus piernas huesudas. Es el borde de la ciudad, la periferia, a cuyo respaldo el mar se transforma en un pantano, donde los perros y los gatos y los mismos hombres transitan los andenes, frágiles como muertos vivientes. Es el abismo de la ciudad, mazmorra de vagabundos y enfermos, de calles silenciosas; la sombra de la propia muerte.



En el punto en que los cuatro callejones que componen el barrio se encuentran con el final de la calle, coincide con el inicio de un manglar que se va haciendo más espeso e inaccesible a medida que la ciénega se hace más profunda. Justo hacia este punto se acercaban las figuras de varios caminantes, provenientes de diversas calles, todos en silencio, atravesando con indiferencia el barrial que cada vez es más acuoso. En la esquina más separada de las demás, junto a varios terrenos desocupados, sin rastros de construcción alguna, aún estaba levantada una pequeña casa, con ventanas selladas y un portón casi descompuesto. Este es el recinto donde dadas ciertas condiciones astronómicas, un hombre muy viejo vestido de un manto adornado con plumas y con bordados en oro, dirige un ritual.
Cada uno de los asistentes ha venido por iniciativa propia, se dijo a sí mismo al verlos acercarse de cada una de las direcciones. Se impresiona al ver los rostros de diversas edades. Un hombre con un morral a cuestas, fumando con calma una colilla de cigarrillo; una mujer de rasgos delicados, tomada de la mano por un tipo mucho más viejo; una mujer de edad avanzada; y más atrás, un individuo delgado caminando con ayuda de dos muletas, dando curiosos saltitos.
Pronto el anciano indicó a los participantes que hicieran un círculo. Dirigió su cabeza hacia arriba, el cielo estaba completamente cubierto de una placa de nubes naranja oscuro. Le indicó a cada uno que se colocara de rodillas y alzaran sus manos en actitud ceremoniosa. Todos arrojaron las ofrendas que se les había sido solicitadas al centro del círculo, tal cual como lo hicieron sus ancestros, pensó el sacerdote. Pero le preocupaba que el culto no significara nada ya, que hubiera algo en sus acompañantes, en los instrumentos o en sus propias palabras que lo invalidaran, y que año tras año estuviera llevando a cabo ofrendas inútiles que en el futuro provocara la ira de sus dioses. A pesar de que las condiciones eran favorables, y que reprodujera con exactitud las sentencias, no estaba seguro de la convicción de sus cómplices. Qué gran responsabilidad ser el portador final de un universo que ya no tiene existencia más que en las formas más indescifrables del pensamiento, y sobre él, solamente él, recaía el deber de mantener en vida aquello que está muerto. No podía dejar que sus palabras se cayeran a pedazos sobre las ruinas como el triste paisaje que lo rodeaba. Si algún dios benévolo lo había mantenido vivo, recordando a diario los horrores del fin de su mundo, tenía que recurrir a todos los medios para garantizar la continuidad del culto.



Con estas ideas en su cabeza inició sin pensar más. De una pequeña mochila sacó su ocarina, y con ambas manos interpretó una etérea melodía. Las hojas de los árboles se desprendían, se correteaban unas a otras formando espirales sobre el círculo de los arrodillados. La música continuaba, y de la combinación de cada uno de los orificios resultaban diferentes sonidos, desde percusiones hasta el canto de una multitud de voces. Cuando el sacerdote se detuvo, los espirales permanecieron circulando atravesados por el vuelo de diminutas luciérnagas que se esparcieron asustadas por las ráfagas de fuego que el anciano escupía de su garganta. No había duda alguna, había renacido una vez más el culto de Ixtab, que del fondo de las aguas aparecía, suspendida, como sentada sobre sus piernas, entre las que caía la soga que llevaba amarrada de su cuello. El viejo estaba satisfecho. Desde la orilla llena de fango esperaba la llegada de la mortífera diosa que se regocija con cada sacrificio para conservar el gris de su piel muerta.

Allí se encontraba, levitando sobre las aguas mansas. Su semblante estaba tranquilo, y su sencillo traje se conservaba como en tiempos inmemoriales; un vestido hecho harapos y el lazo celestial que fijó su nacimiento y la entrada al panteón de los dioses. Del otro lado ya el sacerdote había finalizado con su parte, no había más ruido que el croar de los sapos y el nocturno canto de los grillos. Todos estaban de pie ahora, y cada uno sostenía sobre sus brazos abiertos una cuerda. En un momento el sacerdote fijará el final del culto de Ixtab, la diosa de los cadáveres que reposan desconsolados, colgados de las ramas de los árboles, que bajo el abrigo de la naturaleza aguardan día a día para ser depurados. Ixtab se acerca a ellos uno a uno y les roba la esencia que prolonga su existencia, día a día recorre hectáreas selváticas aspirándolos hasta que de ellos no queda más que huesos y vestigios de carne grisácea. Esta noche el encuentro se traslada a la miseria de un pequeño recinto, una vieja casa cuyas vigas harán el papel de las ramas de un milenario roble. El sacerdote murmura las últimas palabras. Por último le pide a los participantes que ingresen al interior, se arrodilla y admira a la temible figura de Ixtab que se acerca con serenidad, recién surgida de las sombras del pasado. Cabizbajos, uno a uno atraviesa el portal, un par de puertas abiertas que enseñan una oscuridad espesa en la que se consume la figura de cada uno. 



Texto: Eric Ramos
Imágenes: Zdzisław Beksiński


1 comentario:

  1. excelente, el señor o Dios Ixtab. Me imagino que es un código viviente.

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