Para
la mujer-Iceberg
Superstición
urbana le llaman a este miedo de perder la razón a la hora y en el lugar
equivocado. Las paredes están manchadas de saliva, comida y mugre. Quisiera ser
más sincero, encontrar otras maneras de repartir el amor entre mi mujer, mis
hijos, mi madre, mi novia, mis libros, mis sueños y mi débil voluntad de
escapar de estas cuatro paredes. No quiero sonar interesante. Soy prosaico. Deseo
ser amado sin que deba empeñar mi identidad y mi cara (ya basta de muecas y
máscaras para ir a comprar el desayuno y pagar las facturas). ¿De qué
hijueputada estoy hablando? Las raíces de mis muelas están incrustadas en una
tierra yerma que sangra al mínimo roce con el cepillo. Si parece que esto es
una queja, por favor envíen su reclamo al futuro a ver si mis huesos se dignan
a responder (odio a la gente quejona y a los políticos. Son de la misma calaña:
pretenciosos y dispuestos a traicionar con tal de ser escuchados). El cuerpo de
mi mujer y mi novia son a la medida de mis deseos: no hay nada como la belleza
llena de timidez salvaje y apasionada. Mis hijos han empezado a conocerme: soy
un ser oscuro y amargado, con rachas de cariño y risas de las que no pueden
esperar mucho. En la próxima hora estaré
deprimido y deprimido. Nunca he tomado pastillas, pero me gustan las palabras
Rivotril y Clonazepam. No soy fuerte, soy tan débil y tan idiota como aquel que
se deja diagnosticar una enfermedad del cerebro y el corazón. Tengo un montón
de nombres en la cabeza, personajes y escritores que me gustaría que al ser
mencionados, el mundo pudiera entender mi relación con ellos; las risas y las lágrimas
que pueden brotar de una amistad sincera. Estará bien si los menciono. Quisiera
escribir un poema o cuento hecho solo con nombres de gentes y lugares. El
problema siempre es dejar a alguien por fuera, luego vendrá el sentimiento de
culpa o de indiferencia total. No hay espacio en el papel para tanta
genialidad. Antes de empezar quiero decir que me gustan las tetas de mi novia y
el culo de mi mujer. Sus rostros son perfectos. Saben que soy un idiota
peligroso. En este instante no me cabe duda de que estarían dispuestas a
sacrificarse por mi decadencia (me pregunto si el estar conmigo las convierte
en hermosos fantasmas decadentes). Los nombres regresan a mi cabeza implorando
no ser ignorados, creo que todo esto es un error. Alcides Nikopol. Sadeq
Hedayat. Chuck Palahniuk. Montang. Benjamin Sachs. Takeshi Kitano. Rei Ayanami.
Spider Jerusalem. James Cole. Adams Jeffson. Jesse Custer. Roland Deschain.
Nicky Santoro. Fernando Vidal Olmos. Jack kerouac. William Blake. Tim Madden.
Doctor Ky o Doctor Benway. Fernando Pessoa. Jep Gambardella. King Mob. Alfred
Jarry. Winston Smith. Phillip K. Dick. Elijah Snow. William Beckford. Todas las
referencias perdidas por no ser yo. John Blacksad. Jean-Michel Basquiat.
Charles Bukowski. Arturo Belano. Gabriel Farsán. Philippe Soupault. Perder la
fuerza en el jardín de lo cotidiano tiene tanta gracia como recibir puñetazos
del marido de una mujer que no te importa. Aldo Pellegrini. Flex Mentallo. Alan
Moore. Rosie Nolan. Pepe el Tira. Los he visto a todos ostentando valentía,
inteligencia y virilidad, cuando se agota todo lo bueno en el mundo. Para este
caso es mejor aceptar que somos cobardes, ignorantes, precoces y que nos
cagamos en los pantalones como niños en la guardería del mundo. Bartleby.
Randolp Carter. Arthur Rimbaud. Juez Holden. Mustafá Mond. Ignatius J. Reilly.
John Constantine. George Perec. Juan Pablo Castel. Frank Braun. Charles
Maturin. Raymond Carver. Winsor McCay. Tristan Tzara. La costumbre de que todo
acto debe apuntar hacia algo, me parece una de las trampas que el dadaísmo
intentó destronar. Es insoportable en este amanecer, no haber seguido el
consejo que muchas veces me di: guarda cigarrillos entre los libros, nunca se
sabe cuándo tendrás que fumar tu última ilusión. Suelo guardar billetes que
gastaré en más papel lleno de palabras que jamás me llegarán al corazón. Es
admirable ese cuidado con el que algunos escriben poemas y novelas. Veo el
sudor de sus frentes al sentarse en las piernas del editor (este es un siglo
donde lo heroico es ser independiente o evitar la publicación: por ahora no he
olvidado que lo importante es el placer de crear). Quiero tener un amigo como
Antonin Artaud. Mis amigos están más que bien, pero quiero de amigo a Antonin
Artaud. Todo apunta a la frialdad, a que cada vez más nos convertiremos en un
Iceberg, a pesar de las hogueras en las que nos quemamos al cerrar los ojos.
Como el fuego que cubrimos desesperados con nuestras manos en medio de una tempestad.
Allá fuera existen un montón de arqueólogos de lo cotidiano intentando
desentrañar el porqué de mis actos, buscan respuestas lógicas para explicar mi
desconcierto. A esos pobres diablos que pierden su tiempo en algo tan banal,
les digo que todo se relaciona con prehistorias mierdosas del aburrimiento y la
desesperación. No hay itinerarios, el final ya no necesita de un telón. Cada uno
ora a su divinidad. Esta ciudad, que podría ser cualquiera en el planeta, está
llena de hombres con epitafios en la mirada, que tienen como misión resignada,
renovar cada noche el sentido de esas palabras finales que puede que no
signifiquen nada para los exploradores de cementerios del futuro. Lo único que
nos queda después de la caída de lo hermoso y lo grotesco, es ahogar nuestras
calaveras en ríos de piel y sangre, para esbozar las anatomías inmunes que se
necesitarán para transitar por las aceras vertiginosas en los días por venir. La
única conclusión es que todos fuimos monstruos mañana.
Martes 19 junio 2018
02:15 AM
Texto: EL SEÑOR UNDERGROUND
Portada: RENÉ MAGRITTE
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