EL ÚLTIMO JONRÓN



Se escuchaban clamores que salían desde   el alma y los recuerdos “ay por qué te juiste mijo lindo, mijo querido, no me llevaste “. Las niñas que iban en representación del colegio iniciando la fila, lucían el uniforme y llevaban improvisados ramos de flores sujetos con cuerdas de fique.  Detrás, la viuda con pañuelo en mano, su cara dibujada por una larga noche de desvelo, el pelo desorientado pegado a la piel, un vestido negro que hacía juego con el color y el olor de las uñas envueltas en la miel del tabaco y el sudor que destilaba de sus pechos flácidos gracias al sol que a su vez parecía que intentaba derretir el asfalto. Al lado las dos hermanas;  Natividad quien llevaba puesta una falda larga que le quedaba ancha, le cogió dos puntadas fruncidas  de cada lado para que se ajustara un poco  a sus cincuenta y dos kilos, la había tomado prestada arbitrariamente  de la ropa que el día anterior le había llevado para planchar la mujer de uno de los concejales; una blusa manga corta de lunares negros y blancos con los elásticos de los puños estirados de tanto usarla y una peineta blanca que atrincaba su pelo envuelto en un rollo de canas disfrazadas de carnaval.  Y Vangelita, dos años menor que Natividad, quien no derramaba una lágrima, su mirada caía en el suelo, tal vez intentando recordar cuándo fue la última vez que se vio con el difunto.

 La madre a media asta; usaba una trenza que le llegaba a la cintura, zapatos en tela que dejaban ver la goma reseca con que habían sido reparados una y diez veces; la última cuenta que le abonó al zapatero la pagó   con botellas de suero cortado y garrafas de vinagre con cebolla y ají picante que le era difícil vender en toda la semana y que en ocasiones se las terminaba dando de comer a los cerdos.  Roquelina las acompañaba, era la vecina que acostumbraba a pasarle sopa de verduras frescas con limón al enfermo todos los medios días, se asomaba por la cerca de palos que separaba un patio del otro con la sopa en una totuma, dentro flotaba una cuchara hecha del mismo cujete. 

  A un costado, una fila de hombres con sombreros indianos, camisas blancas y abarcas tres puntá que dejaban al descubierto los talones agrietados que les habían dejado las tantas veces que jornalearon la tierra. El último era Lucho “el bravo”, el peluquero, se distinguía desde lejos por ser el único que llevaba puesta una camisa roja y zapatos con cordones tan brillantes como su calva, cuando se enteró de la noticia le contó al cliente de turno que hacía dos días le había emparejado las pocas mechas grises que caían en sus orejas. Al otro costado las mujeres vestidas de lila, marrón, negro y blanco, algunas con largas trenzas y en el centro de la marcha silenciosa, seis hombres cargaban el peso de la muerte en los hombros, antes se habían asegurado que la cabeza del difunto fuera en sentido de la caminata de lo contrario podrían morir otros habitantes del pueblo.

 Esa tarde le había tocado el turno a Enrique Arias mientras tocaba una gaita que había hecho con cera de abeja, cardón y pluma de pato, lo encontraron sentado en un taburete de cuero y roble recostado en uno de los horcones que sostenía su rancho de palma, el brazo derecho casi tocaba el suelo.  Murió de repente, en este rincón del Caribe, era una de las causas comunes de morir, más que cualquier enfermedad que se padeciera.  Una gota de sangre casi a secarse manchaba su mentón, cinco pelos húmedos habían caído en el cuello de la camisa. En la mochila de nailon que colgaba de un clavo retorcido en uno de los pilares había guardado el espejo y la cuchilla de afeitar; se preparaba para ser homenajeado en agradecimiento a su aporte cultural y musical por más de cuarenta años en el Festival Nacional de Gaitas que se realizaría, como todos los años, en el feriado de Octubre.  Las abarcas arrastraban el polvo. La caravana partió de la Calle Vieja, pasó por el barrio Las Flores, se detuvo frente al estadio de softbol que se caía a pedazos como si las pelotas que lanzaban quisieran acabarlo.  Los seis hombres que cargaban el ataúd, tomaban aire para continuar.  Continuó por El Bolsillo en donde los charcos de agua y los huecos obligaban a los transeúntes a hacer un zigzag; a lo lejos,  se escuchaban los tres campanazos que anunciaban que ya  casi llegaba.

 El cura Ramón los recibió, cuando entraron salpicó agua en el ataúd bendiciendo el cuerpo; proclamó el Salmo de la vida eterna y en el mismo orden volvieron a salir, esta vez debían llevar al féretro con los pies en sentido contrario a la multitud que lo acompañaba.  La plaza se convirtió en pasarela, las bancas de cemento soportaban el peso de los que se quedaban fuera de la iglesia robándole sombra a los árboles y refrescándose con las limonadas que vendían en el kiosco.


Alrededor, La Niña Mayo miraba desde el balcón de su vieja casa de madera en donde tenía una farmacia, Carmen Pérez la fritanguera, dejaba los quehaceres y sin quitarse el delantal se asomaba detrás de las plantas que casi escondían la fachada de la suya.   Magdalena le pidió a sus clientes en tanto sacaba los anteojos del bolsillo, que esperaran un poco, en un rato serviría los helados; en medio del afán las medias veladas que usaba para controlar el dolor que le producían las varices iniciaron una ligera carrera que logró detener con una gota de esmalte color rosa.  Los empleados de la alcaldía murmuraban desde los ventanales de cedro del único edificio de dos pisos.
Para llegar al cementerio caminaban por La Calle Central, las mujeres que trabajaban en las tabacaleras se sacudían la tierra y la miel del tabaco de las faldas y se ponían de pie como símbolo de respeto a la tragedia; de esta manera recorrían casi todo el pueblo con el fin de que el muerto recogiera sus pasos. 

En el cementerio que también era el punto de llegada de los buses que iban y venían de la ciudad, bordeado por cantinas donde los campesinos fiaban cervezas para pagar después de la recolecta de las cosechas y a su vez escuchaban las notas de arena que salían de la radio, los esperaba Chago, el sepulturero; un olor a ron se cocinaba en su sangre.  Había sepultado a más de ciento doce personas y cada tanto visitaba a algunas, utilizaba las tumbas de bares e intentaba sepultar su propia vida. Se le escuchaba cantar una canción con nombre de mujer antes de cada botella, “Alondra en tus alas mis sueños huyeron, mis locos anhelos contigo se fueron, si me hubieras llevado contigo a donde tú has ido a ciegas me voy”.  Un trago más, empezaba el descenso, las niñas dejaban caer las flores y cada pala de tierra que tiraba Chago en la profundidad que había cavado se humedecía con las lágrimas de la viuda. Después de media hora solo quedaba la madre y las hermanas, quienes escribieron con una varita sobre el cemento mojado  la fecha de la muerte seguida por la  del nacimiento, debajo el nombre.

Entre lápidas se asomaba Teresita Morales, no había asistido a ningún sepelio después que falleció su madre; cuentan los vecinos de mi abuela  que desde ese día su cabeza delira; se vistió para siempre de negro, con  pantalón,  blusa manga larga, un moño alto y  apretado que guardaba sus secretos según decía.  Sentada en una banqueta  de madera en la sala de su casa, se dedicaba a hacer flores de papel, las vendía los domingos en la entrada del cementerio y con las sobrantes del final de la tarde, vestía de colores las tumbas de  los difuntos que nadie visitaba.  Cuando volvía, quitaba el candado que había dejado  puesto en la puerta  antes de irse, sin darse cuenta, tal parece, que a su casa le hacía falta  una pared.  Después de que  se fuera Vangelita, Natividad y la madre, se acercó al sepulcro,   rezó un padre nuestro y dejó cinco flores ancladas al cemento. No se hizo notar,  le daba vergüenza que la viuda la viera.

Enrique Arias aún no se había ido, se quedaba nueve  días y nueve noches más; en la sala de su casa habían organizado el velorio, un altar hecho con una mesa, una sábana blanca que utilizaron como mantel, una cruz de cinta de tela  negra hilvanada en la mitad con dos alfileres, un vaso de agua para que el ánima tomara  y un Cristo de cobre que pesaba más que el dolor que producía la  perdida. La viuda a un  lado, la madre del otro sentadas en mecedoras de mimbre con almohadones en la espalda, allí se acercaban los que iban llegando a darles el sentido pésame, el resto de las sillas eran de plástico,  las mismas que se alquilaban para las fiestas, las ubicaban en círculo  y algunas en la vereda.  Todos los días recibían visita de familiares, vecinos y curiosos que aprovechaban para tomar la limonaria  y el café que brindaban los dolientes a quienes se quedaban a rezar. Otros aprovechaban para sacar sus dotes de cuenta chistes y  en medio del sigilo se escuchaban risas a boca cerrada.

Zico Leña, como era conocido popularmente uno de los vecinos, contaba las veces que Marinola, la bruja del pueblo,  les leía  premoniciones  a la gente en una taza de café a cambio de un plato de comida;  esa noche, Masita que había sido engañada por su marido se enteró que el susodicho había vuelto a su lado luego de echarlo de la casa,  por decisión propia y no gracias a  la pócima de plátano verde rallado que le había vendido Marinola  como un brebaje preparado para hacerlo regresar – charlatanería –.
 Las risas de Zico dejaban ver que le faltaban dos dientes y  los demás  estaban amarillentos de tantos puros que había masticado a lo largo de sus días;   de su ropa emanaba olor  a naftalina y  de sus vocales  a cardamomo. 

La viuda en sollozos recordaba   que durante años,  las golondrinas que volaban desde las  montañas de los Montes de María  le anunciaban  a Enrique  Arias el día en que llovería en el pueblo, y este salía  a recorrer las calles  avisándole  a la gente con un sonido musical muy agudo que salía de  una botella vacía.  Zico aprovechó la anécdota para preguntarle a Vange     - ¿Y ahora que murió Enrique, quién va a caminá en  las tajdes por las calles anunciando  que va a llové? -     Vangelita, apartó la cara en rechazo a  los malos olores y  contestó alzando los hombros, hociqueando  y dejando perder la mirada entre los presentes.

Las casas permanecían  con las puertas cerradas y en silencio,  el único ruido que no pudieron evitar  fue el estruendo que se escuchó una de las noches que llovió, cuando las gotas de agua golpearon como ladrillos  los techos de zinc, nadie lo esperaba.

 Heriberto el rezandero llegaba a las nueve en punto, le pagaban veinte mil pesos colombianos por cantar tres Ave María y  recitar repetidamente  las plegarias,  se le podían contar las costillas de  la misma forma que al crucifijo que colgaba de su cuello si se llegaba a quitar la camisa.   El  noveno día a las doce de la noche cuando el ánima se disponía a partir hacia la luz perpetua hacían el levantamiento del altar, las plegarias eran cantadas con notas de lamentos,  el vaso de agua  casi vacío, era retirado de la mesa al igual que  el Cristo y la cinta.  Apagaron las luces, desataron la cortina que dejaba ver al patio  para que ninguna claridad interrumpiera el momento. El llanto  que se escuchaba en todo el barrio dejaba un eco perturbador. Algunos esperaron afuera del lado del portón hasta que Heriberto diera por finalizado el evento. Al rato empezaron a irse uno a uno incluyendo el difunto hasta que se escuchó un portazo que parecía anunciar que todo había terminado.

Cuatro meses después cuando Roquelina  raspaba el arroz que se había pegado en la olla para servir la mesa, trajeron a Remberto uno de sus  hijos mellizos   a la puerta de su vivienda en un tractor  colgando en una  hamaca llena de sangre, le habían propinado ocho balazos  frente a la hija de cinco años mientras le daba de comer a los perros que  cuidaban su finca, los jornaleros habían andado tres horas con el muerto encima.  La olla cayó al piso junto con el jugo de guayaba. El  grito se escuchó  al  mismo tiempo que el estallido de fanáticos que festejaban el  jonrón que   metieron los Medias Verdes. Al día siguiente buscaron a Chago, nadie dio razón  de él.


Texto y portada: Alejandra Pérez Montes

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