LUIGI DEJA LA LLAVE INCRUSTADA en el
pomo exterior de la puerta de su cuarto. Se sabe solo en la pensión. Deja
también la puerta medio abierta. No espera a estar en el baño para desnudarse.
Se aventura a encuerarse desde la habitación (el baño está afuera). Danza al
ritmo de volare oh oh cantare oh oh oh oh
nel blu di pinto di blu. Hace un estriptis lento y torpe. Intenta imitar el
baile de Penélope Cruz en el vídeo que se reproduce en su ya lenta y torpe
computadora portátil. Arroja cada pieza que se quita a un cesto de bambú
rebosante de sus trapos sucios. Toalla al hombro, Luigi se dirige al baño. Un chispazo mental le recuerda que el
jabón es escaso. Tan sólo una conchita. Se devuelve. Va al clóset. Saca un
nuevo pan. Una vez más se encamina al baño. Una vez más se devuelve. Revisa su
sesión abierta de WhatsApp web. Arriba. Abajo. Arriba. Ningún mensaje (sobre
todo, ningún mensaje de Elka preguntándole qué hace o si la ama o a qué hora va
a por ella). Todo en orden. Luigi suspira. En respuesta a su suspiro, hecha de
igual materia, una suave brisa se cuela por la persiana de pvc azul fijada a la
ventana que da vista a La Popa (la otra ventana –cerrada de momento– tiene a un
solar por vecino) y empuja levemente la puerta en sentido de cierre. Luigi
inspira (hondo) una bocanada de aire (salino). Intenta cruzar la puerta
entreabierta con un rápido movimiento de ladeo de cintura. No alcanza a embocar
de forma nítida el umbral del cuarto. La cabeza de llave enhiesta en el pomo de
la puerta le rastrilla el cuero del costado. Entre la cadera y la costilla
falsa derecha. Apretuja los ojos de dolor. Recuerda sus otrora laboratorios
escolares de física. Puntualmente, aquel donde se aprende la noción de
coeficiente de rozamiento. El del profesor que apodan –aún– “Mario Bros”. «¡mi DE MIERDA!», exclama. Luigi se siente
Cristo -Luigicristo- después de un
azote de flagrum romano durante su
periplo hacia el monte Calvario. Se revisa. Ve brotar su propia sangre. Piensa
en un boli de corozo. Uno que alguien más ha mordisqueado por una de las
orejillas paradas de la bolsita que contiene el menjurje de sabor congelado. En
medio del martirio, ni siquiera capta la canción que suena en la computadora.
La sangre le mana como de un miembro enfermo que eyacula a cuentagotas,
precozmente. Las ganas de cagar desaparecen en Luigi. No le perturba la idea de
tener que soportar el ardor del agua de la ducha. Ni el que provoca untar una
herida con jabón. Ni el que sobreviene cuando se seca el agua excedente de la
zona lacerada del cuerpo frente a un abanico PATTON sin parrilla puesto a
velocidad “HIGH”. Le perturba, sí, la explicación a ofrecer cuando intente
hacer el amor con Elka, ésta lo estruje por las costillas como tanto le gusta,
y él recule. Después de varias cagadas en el pasado, es improbable que ella
crea el cuento de la llave cortante. Elka también cortará a Luigi. Él no
entrará más en la grotte d’ amor
(diría Madame du Barry) de ella … ¡Qué cagada! La gente adora la brisa. A veces
los dioses indolentes de la ciudad la traicionan y hacen que escasee tanto como
el trabajo digno. Hay trabajos que inspiran maledicencias. Luigi, por su parte,
maldice la brisa de la tarde.
Autor: Humberto Consuegra
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